Mirta Baravalle, fundadora de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, falleció en las últimas horas a los 99 años de edad, y desde 1977 integró las agrupaciones de derechos humanos que lucharon por encontrar justicia ante las muertes y desapariciones de la dictadura militar en Argentina.
Mirta estuvo en Abuelas de Plaza de Mayo hasta finales de la década de 1980, siempre cercana a “Chicha” Mariani. Después se dedicó de tiempo completo a su militancia en Madres de Plaza de Mayo -Línea Fundadora. Le gustaba la fotografía y registrar todas las marchas en las que participaba. Era inseparable de Norita Cortiñas, que murió en mayo de este año.
"Mi esqueleto está cansado", le dijo tiempo atrás a Myriam Bregman. Pasó casi la mitad de su vida buscando lo más preciado, lo que la dictadura les arrebató a ella y a otras mujeres.
La despedida a Mirta fue este sábado en el hall del Municipio de San Martín, el partido en el que vivía. Se fue con muchos abrazos para darle a Camila o Ernesto.
En una entrevista que hizo años atrás con la Biblioteca Nacional, dijo que su única ambición era poder contarle quiénes habían sido sus padres y seguir bregando para que el país por el que luchaban fuera posible.
Nacían las mujeres de Plaza de Mayo
A principios de 1977, salió caminando con otra señora de la Casa de Gobierno. Llegaron hasta un banco de la Plaza de Mayo y se sentaron. La mujer sacó unas agujas y se puso a tejer. “Ahí vienen”, le susurró cuando vio que unos militares se les acercaban. La señora era Azucena Villaflor de De Vincenti.
“Si somos muchos, (Jorge Rafael) Videla”, nos va a tener que dar una respuesta", decía Azucena a Mirta. Así fue que empezaron a convocar a familiares de desaparecidos para reunirse el 30 de abril en la Plaza de Mayo. Mirta fue una de las catorce mujeres que estuvo ese sábado.
Para entonces, Mirta no solo buscaba a su hija y a su yerno. Ya sabía que se había producido el nacimiento de su nieto o nieta –a quien su hija quería llamar Camila si era nena o Ernesto si era varón. En enero de 1977 recibió a una persona en su casa que le dijo que los tres estaban bien y que el bebé había nacido.
La noches más oscuras de la Argentina
Jugaban al Scrabble. El que perdía tenía que cebar mate. Esa rutina lúdica se interrumpió en la noche del 27 de agosto de 1976, cuando hombres armados empezaron a saltar desde los techos. Revisaron su casa, buscaban a su marido –que estaba trabajando en el frigorífico. En un momento, pensó que todo había pasado, pero no. Volvieron. Se llevaron a su hija –embarazada de cinco meses– y a su yerno. Desde ese momento y hasta el último de sus días, Mirta Acuña de Baravalle los buscó. Fundadora de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, murió –a sus 99 años– con la esperanza de abrazar a su nieto o nieta.
Ese día, Ana María Baravalle había llegado muy contenta. El médico que la atendía la había felicitado porque el embarazo avanzaba de maravillas. La chica tenía 28 años, estaba terminando la carrera de sociología y trabajaba en el Ministerio de Hacienda. “Era una militante de la vida”, decía su mamá. Estaba casada con Julio César Galizzi.
Cuando secuestraron a Ana María y Julio César, lo primero que hicieron Mirta y su marido, Romildo Baravalle, fue ir a la comisaría de la zona. Después acudieron a la iglesia de Lourdes, en Santos Lugares, para pedir una misa por su pronta aparición. Mirta se sorprendió al escuchar que había otros hombres y mujeres que estaban desaparecidos.
Fue a cuanto lugar pudo: regimientos, comisarías, cárceles. Todos los días se acercaba a la cárcel de Devoto. Logró lo imposible: que la dejaran entrar a Campo de Mayo para preguntar si habían llevado a su yerno –pensaba, en ese entonces, que no podría haber mujeres en esa guarnición. En una de sus tantas idas al Ministerio del Interior se conoció con otras mujeres.
Eran muchas las mujeres que buscaban
–Me parece que hay otras abuelas– le dijo un día Beatriz Aicardi de Neuhaus cuando se estaban yendo de la sede de Familiares para tomar el subte en Callao. Así, ambas se pusieron en contacto con María Isabel “Chicha” Chorobik de Mariani y otras mujeres que también buscaban a niños nacidos en cautiverio o chiquitos que se habían llevado con sus padres.
Mirta ya estaba buscando a otros bebés antes de la fundación de Madres y Abuelas. Con María Eugenia “Mari” Ponce de Bianco redactaron un hábeas corpus, arrodilladas sobre una cama, para pedir por Clara Soledad Ponce, la sobrina nieta de Mari –que fue restituida en abril de 1977 después de pasar dos meses en la Casa Cuna.
Mari organizó una misa en la Iglesia de la Santa Cruz para celebrar que habían encontrado a la nena. Mirta, que no solía ir a la parroquia, quiso estar. Allí conoció a un muchacho rubio que decía que tenía un hermano desaparecido. No le dio buena espina. No le gustaba que les recomendara a los familiares buscar información sobre los vínculos políticos de quienes estaban secuestrados.
–No me gusta– le advirtió a Mari Ponce de Bianco. El tiempo le dio la razón a Mirta. El muchacho era Alfredo Astiz, oficial de Marina, que terminó marcando a Mari, a Azucena y a Esther Ballestrino de Careaga –las tres Madres secuestradas en diciembre de 1977, llevadas a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y arrojadas vivas al mar.
Los primeros tiempos después de los secuestros, Mirta no lograba conciliar el sueño. Cada vez que se dormía soñaba con su amiga Mari. La veía dentro de una celda.
La tragedia volvió a golpearla en junio de 1978. Mientras Argentina estaba paralizada por la final del Mundial con Holanda, el marido de Mirta sufrió un infarto. En medio de tanta algarabía, salió a la calle para pedir ayuda. Unos hombres cargaron a Romildo en la caja del camión para llevarlo al hospital. Los bocinazos que pegaban para abrirse paso se confundían con los de la celebración.
Fuente: Página 12