El niño Adolfo no la tuvo fácil. Jamás. El niño Adolfo tuvo que trabajar desde pequeño y aún así, la plata no alcanzaba. El niño Adolfo escuchó desde siempre las añoranzas de pescador gallego de su padre y un día dejó de escucharlo: su padre pescador debió volver a España porque acá la plata no alcanzaba.
Entonces el niño Adolfo y todos sus hermanos, en aquella primera infancia, debieron ser alojados en distintos internados que le dieron comida, lectura y una cama sin tanto frío. ¿Y su madre? ¿Y la madre del niño Adolfo? La madre ya había muerto y el padre estaba tan lejos.
El padre estaba lejos pero volvió. Volvió a recuperar a sus hijos y el niño Adolfo recuperó su familia pero volvió también a tener hambre. Las noches eran sin cena y el sueño tan liviano como la panza que ruge. A veces, tan solo un café con leche de cena que algún día se pagaría. La venta de diarios en el tranvía o ser peón de jardinero fueron algunas de las salidas.
El niño Adolfo hizo todo cuanto pudo y en un momento debió hacer aquello que tampoco
podía. Porque a la ausencia de su madre muerta se sumó la ceguera de su padre pescador que ya no podía trabajar.
¿Y ahora cómo hago?, pensaba el niño Adolfo, a sus 15 años, sin madre y con padre ciego. Cómo vamos a subsistir en este lodazal de pobreza que nos ahoga cada día.
El niño Adolfo, que además de trabajador sacrificado tenía condiciones que lo distinguían del resto, tuvo una idea. Escuchaba y leía, el niño Adolfo, cuando era canillita, a sus 15, 16 años en aquel 1946, de esa mujer a la que le decían la abanderada de los humildes.
El niño Adolfo pudo haber dudado. Pudo haber dicho que esa idea de abanderada de los humildes era una propaganda engañosa para aprovecharse de ellos, de los pobres. Pudo haber pensado que sus reclamos jamás llegarían a los oídos de esta mujer poderosa, de la primera mujer poderosa de nuestra historia. Que sería en vano escribir una carta contando sus padecimientos. El niño Adolfo pudo haber pensado todo eso. Pero no lo hizo.
El niño Adolfo creyó. Creyó en esa mujer y en la posibilidad de una salvación. El niño Adolfo creyó y confió en una mano que ayudara cuando el esfuerzo individual, por más sobrehumano que sea, no es suficiente.
Entonces el niño Adolfo la escribió una carta. No sabemos, hoy, si el niño Adolfo encabezó esa carta con un Querida Eva o, por el contrario, con un respetuoso Estimada Eva Duarte de Perón. No sabemos. Sí conocemos que el niño Adolfo, que ya era un jovencito que amaba el arte, le dijo a la mujer a la que llamaban la abanderada de los humildes, que su madre había muerto, que su padre pescador había quedado ciego y que ya no podía trabajar como lo había hecho toda su vida; también le dijo el niño Adolfo que él y sus tres hermanos hacían todo lo que podían pero que no alcanzaba, que el alimento no era suficiente, que la panza hacía ruidos pidiendo pan.
El niño Adolfo escribió su carta, la envió a donde correspondía y siguió con su vida de trabajo.
Pero a los pocos días, el niño Adolfo pudo comprobar que la idea de abanderada de los humildes no era publicidad engañosa ni mito de un régimen de gobierno. Lo supo cuando alguien tocó su puerta. Lo supo cuando abrió la puerta y pudo ver, en esa misma mano con la que habían tocado su puerta, el papel que avisaba que desde ese mismo momento su padre ciego, el padre ciego y pescador del niño Adolfo, comenzaría a cobrar una pensión y que por lo tanto, él, el niño Adolfo y sus tres hermanos podrían descansar de tanto trabajo y, quien les dice, si acaso quisieran, estudiar algo en las escuelas del Estado.
El niño Adolfo nunca dejó de trabajar. Pero a su trabajo le sumó sus estudios en arte, su militancia política y se fe cristiana en un mundo mejor y cuando su padre ciego ya no estuvo más, cuando se madre muerta no fue más que un conjunto evanescente de cenizas, el niño Adolfo, que ya era un hombre, fue premiado con el Nobel de la Paz en un país invadido por la violencia.
El niño Adolfo no es otro que Adolfo Pérez Esquivel. Y su historia no es otra que la de miles de personas que pudieron ser alguien gracias a una mano sensible, una mano capaz de comprender las penurias de un mundo injusto. Una mano con la fuerza colectiva para revertir esas injusticias.