Francisco, el pastor del tiempo y la periferia
La muerte de Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, no es solo el cierre de una vida profundamente argentina y latinoamericana. Representa un punto de inflexión de un ciclo histórico que atravesó, de forma tan inesperada como audaz, la Iglesia Católica y el siglo XXI.
Francisco fue un auténtico pontífice (constructor de puentes). Fue un pastor de lo esencial, un vector cultural en tiempos de desintegración, un referente espiritual fundamental, para un mundo desconfiado y resentido.
Su pontificado no puede entenderse sin el gesto inaugural de Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, que en 2013 renunció al trono de Pedro con la convicción de quien se sabe custodio de la trascendencia más que del poder temporal. Ratzinger -quien eligió su nombre en homenaje a Benedicto XV, el papa que acompañó a la humanidad en el desfiladero desgarrador de la Gran Guerra y sus secuelas- abrió un interregno inédito en la historia moderna de la Iglesia. Esa transición, particularísima por su forma y contenido -sólo un Papa renunció en dos milenios, san Celestino V, en 1294-, fue en realidad un delicado acto de gobierno espiritual y terrenal, que preparó la llegada de Francisco.
El gesto de Ratzinger puede leerse también como un reconocimiento de época. Como señaló Zygmunt Bauman en Modernidad Líquida (1999), vivimos en un mundo, donde las instituciones, las certezas y las formas tradicionales se disuelven. En ese mundo “líquido”, el símbolo “sólido" que representa el papado tradicional, debía encontrar una nueva plasticidad. Y fue Francisco quien asumió ese desafío, con cuerpo, con palabra, con gestos que singularizaron su travesía, que fue de todos nosotros.
Francisco entró así en escena en un contexto de desconfianza generalizada hacia las instituciones, tanto estatales como no gubernamentales (incluyendo a las confesionales), un tiempo de crisis sistémica en el que lo colectivo parecía retroceder frente a lo individual. En ese escenario, el Vaticano se vio forzado a actualizar, sin renunciar, su doble carácter: Estado y grey, poder y fe, diplomacia y pastoral. Francisco, que proviene de las periferias, reconfiguró ese equilibrio con una orientación clara.
Su destaque al “pensamiento pobre, repetitivo, que repite recetas frente a cualquier destino que se le presente” formalizada en 2020 con Fratelli Tutti pero presente desde el primer minuto de su papado, funcionó como una interpelación transversal: a la política, a la economía, al derecho, a la religión misma. Su visión cultural del problema humano profundiza la idea contemporánea de que la justicia social es solo una cuestión de distribución. Para Francisco, como escribió en Evangelii Gaudium (2013), “la realidad es superior a la idea”. Y por eso su mensaje fue más educativo que ideológico, más formativo que programático.
La sociedad internacional, en proceso de desarticulación global, encontró en su voz una guía serena. Partió de principios cardinales: la unidad prevalece sobre el conflicto, el tiempo es superior al espacio, la realidad es más importante que la idea, el todo es superior a las partes. Tal como destacaron Specchia y Fiore Vanni en Hagan Lío (editado por la UNC en mis tiempos de co-director, allá por 2021, que ojalá estos autores actualicen y reediten), estos principios operan como brújulas de sentido. Y en ellos Francisco forjó su estilo: tolerante, humilde, pero firme y estratégico.
Su impulso al diálogo interreligioso, su incansable defensa de “la cultura del encuentro”, el llamado al cuidado de la “casa común” (como tituló su encíclica Laudato si de 2015’), y su imagen de la sociedad como un poliedro en lugar de una pirámide, muestran una espiritualidad política sin manual, pero con convicción. Una espiritualidad que se parece, en muchos aspectos, a aquella frase de Jauretche que Bergoglio, acaso sin citar, hizo propia: “Del laberinto se sale por arriba”.
En lugar de apuntar a lo doctrinario, Francisco trabajó sobre lo comunitario. Apostó a la capilaridad de las organizaciones populares; nos ofreció un Dios próximo, “que ama primero” (liturgia de 2020); promovió una paciencia activa, a la que consideró “la sabiduría de saber dialogar con el límite. Hay tantos límites en la vida, pero el impaciente no los quiere, los ignora porque no sabe dialogar con los límites. Hay alguna fantasía de omnipotencia o de pereza, no sabemos… Pero no sabe” (homilía en Santa Marta, 2018).
Y lo hizo siendo irrenunciablemente argentino. De acento inconfundible, de lógica barrial, de afecto directo. Supo moverse entre contradicciones, pero su coherencia se sostuvo en el Evangelio y en la experiencia. Cuando fue arzobispo de Buenos Aires creó las Escuelas de Vecinos y Hermanas, experiencia que más tarde daría lugar a las Scholas Ocurrentes, hoy presentes en más de 40 países. Su visión educativa se cristalizó también en la Universidad del Sentido, con sede en Roma y rector normalizador argentino, Hugo Juri (tres veces titular de la UNC y exministro de Educación de la Nación), cuya misión es articular conocimiento con humanidad, ciencia con esperanza, necesidad con desarrollo.
El legado de Francisco está sembrado en gestos, pero también en instituciones. En palabras, pero también en redes. En documentos, pero más aún en estilos de conducción. El tiempo dirá si su pontificado alcanza la estatura de “reformista”. En cualquier caso, su impronta será innovadora. Su figura deja a la Iglesia menos vertical, más humana, más latinoamericana, llamando a la expectación, a la ventura. Como escribió en Fratelli Tutti: “La esperanza es audaz, sabe mirar más allá de la comodidad personal, de las pequeñas seguridades y compensaciones que estrechan el horizonte, para abrirse a grandes ideales que hacen la vida más bella y digna”.
Ha muerto Bergoglio, pero no su mensaje, eternizado en la estela de Francisco. Queda en nuestro corazón y nuestra mente su modo: de mirar, de caminar, de advertir, de ironizar, de enseñar. Queda su voz pausada, su teología enriquecida gastando suelas, su renunciamiento a volver a la Argentina, aún después de fallecido. Recemos por él.