Tras el sepelio de Francisco, Roma irá recuperando la normalidad. Durante toda la semana, multitudes provenientes de todo el mundo la conmovieron, despidiendo al Papa en las diferentes estancias de su sepelio.
Finalmente, el pesado féretro de ciprés en el que yace el cuerpo del extinto Pontífice fue trasladado a pulso por los sediarios pontificios (un cuerpo de custodios-cargadores de enseres papales, de máxima confianza, cuyo oficio a estas alturas del siglo 21 no deja de ser curioso), hasta un nicho de la enorme Basílica de Santa María la Mayor, cumpliendo así su última voluntad.
Francisco, o quizá Jorge Mario Bergoglio, decidió no reposar entre los sepulcros (algunos de ellos fastuosos) que se encuentran bajo la Basílica de San Pedro, sino en el corazón de la ciudad, un poco más cerca de la protectora del pueblo romano de la cual fue incólume devoto.
No estará solo: el primero de los siete Papas que allí descansan fue Honorio III (pontífice entre 1216-1227) un anciano de buen temple, contemporáneo de San Francisco de Asís, que profundizó cierta tendencia reformista iniciada en el período anterior con Inocencio III, mientras sus cuadros púrpuras negociaban con Federico II la constitución del Sacro Imperio Romano Germánico en una Europa doblegada por las guerras (con graves tensiones y concesiones recíprocas), se demoraba la participación del mencionado monarca en la Sexta Cruzada (para recuperar Jerusalén), se derrumbaba el imperio latino en Constantinopla, Gengis Kan expandía los dominios mongoles por el Asia Central o se sucedían los Luises en Francia. Postales recurrentes del mundo.
Otro reconocido pontífice sepultado en Santa María la Mayor es San Pío V (Papa entre 1516-1522), notable reformista (se dice que cerró la etapa medieval). Impulsó el Concilio de Trento que modificó las liturgias e impuso el “tomismo” en las universidades católicas. Morigeró la fastuosidad y el nepotismo eclesiástico. Una de sus frases predilectas era “Las armas de la Iglesia son la oración, el ayuno y la Sagrada Biblia”.
Lidió con un continente convulsionado, tiempos de dominio de la Casa de Austria y de la horrible matanza de San Bartolomé, en Francia (se estiman unos 20.000 muertos en total). O el jesuita Clemente IX, que en su breve papado (1667-1669) tanto pudo mostrar su habilidad diplomática negociando una compleja paz entre Francia y España, como su vocación religiosa disponiendo un confesionario en San Pedro (cuya plaza se terminó en su gestión) para atender todos los días, y personalmente, a los fieles que espontáneamente se acercaban. A su muerte fue venerado como un santo.
La elección de Bergoglio, sin duda, posee un fuerte sustrato conceptual.
El último gesto del gobernante Francisco
Soberano absoluto al fin, el Papa decretó que su funeral evitara la pompa histórica reservada a los jefes de Estado vaticanos. Buscaba (según sus palabras) un espacio de encuentro y oración antes de una exaltación de su figura.
El protocolo prescindió de varias tradiciones, sin velatorios en audiencia exclusiva ni honores militares. La ceremonia fue sobria y popular.
El impacto fue contundente. Sin dudarlo, menos es más. Se contabilizaron 130 delegaciones oficiales de distintos países, entre ellas más de 50 jefes de Estado presentes en persona: el presidente de Estados Unidos Donald Trump, el rey de España Felipe VI, el presidente de Brasil Luis Inácio Da Silva, el mandatario francés Emanuel Macrón, entre muchos otros.
Fuera de los funerales de anteriores jefes del Vaticano, se dice que es la reunión de líderes internacionales más relevante desde el sepelio de Nelson Mandela en 2013.
Eligió Francisco un espacio que podrá ser visitado por el público, sin tanta complejidad. Seguramente para no aislarse, no separarse, no alejarse. Aun muerto, Francisco se ofrece para que los fieles recemos por él.
Reivindicación de la fe
El arquitecto del papado de Francisco, me refiero al filósofo católico Joseph Ratzinger, antes y después de ser Benedicto XVI, publicó incansablemente ideas sobre misión, continuidad, fidelidad. Detenerse en los fundamentos, en la raíz ética de pensamientos y acciones, distinguirlas de las formas más superficiales y procurar que aquéllas influyan en éstas, para solidificar los procesos. El papado de Benedicto XVI no tuvo la fuerza transformadora de Juan Pablo II (del que fuera columna vertebral) pero advirtió que era el tiempo de la acción. Francisco encarnó esa idea: profundizar la fidelidad, saliendo de la comodidad.
El Papa argentino ofreció una forma aparentemente distinta. Eligió terminología sencilla para comunicar verdades incontrastables, como intentamos hacerlo tantas veces entre familiares, amigos, compañeros de trabajo. Logró contundencia y proactividad. Se destacó desde el momento cero de su gestión, cuando pidió: “recemos siempre por nosotros, el uno por el otro”. Aquí y ahora.
Decidió llevar personalmente su palabra a países católicos y no católicos. Penetrando profundamente el tiempo que le tocó transitar, de una manera que, por hilvanar perseverancias extraviadas, parecía (y era) genuinamente transformadora.
Frente a quienes estimulan la volatilidad constante abriendo la puerta primero al cinismo y después al miedo. Francisco propuso un optimismo que lejos de ser ingenuo, funcionó como una reivindicación de la fe: en cada uno, en el otro, en todos.
Bergoglio vivió y murió sin rehuir al presente, anclado en una convicción a la que como jefe de Estado y líder pastoral logró empoderar, otorgándole futuro.
En tiempos donde todo muta, donde la consistencia es vista casi como un defecto, Francisco mostró que no cambiar (en su sentido más profundo), es la condición necesaria para que el presente se modifique y se depure de tanto flagelo. Francisco no fue una moda. Logró afirmarse como un vector que frenó, y quizá morigeró, el curso de corrientes destructivas.
La emoción de millones de personas en su despedida y el respeto universal que trascendió credos y fronteras confirman que, frente a la fugacidad de nuestro tiempo, aún es posible oponer principios sólidos: una ética profunda, capaz de orientar la acción práctica sin caer en la anomia, y de impulsar verdaderas transformaciones.
Alguien dijo alguna vez que cuando todo se mueve, sólo lo firme ilumina. Ojalá podamos seguir, así pensada, la estela de Francisco.