Nadie se salva solo ¿El Eternauta miente?
Resulta curioso que, a pocos años del Covid-19, existan pocos relatos que lo aborden como drama colectivo (sólo imaginado hasta entonces, por febriles distopías). No es tema habitual en reuniones, pese a su evidente impacto emocional en nuestras vidas y nuestras muertes. A menudo resulta difícil recordar aspectos que marcaron aquella cotidianidad trastocada, como el contradictorio concepto de aislamiento caracterizado en los decretos de necesidad y urgencia; el rociado de alcohol en las bolsas del supermercado; las formas de vestirse y desvestirse en diferentes ámbitos (el hogar o el trabajo); la tramitación y uso de permisos de circulación por la vía pública; o el pavor de no acercarse a infectados y el obligatorio encerramiento por “contacto estrecho” (acaso un saludo a menos de dos metros) con aquellos.
Ante un evento de tan catastróficas dimensiones, nuestros mecanismos de defensa nos protegen de sucesos recientes: evitamos todo aquello que aún resulta emocionalmente arduo de procesar.
Sobrevuela en esta desordenada evocación, un concepto que muchos medios, y muchas personas, repetíamos como un mantra. “(De esta crisis) saldremos mejores”. Nunca nadie explicó si la vaticinada mejora ocurriría exactamente después de la pandemia, qué aspectos personales, individuales o colectivos, abarcaría y cómo eso nos beneficiaría, en tanto habitantes de un mundo que se comprimió como un pañuelo por larguísimos meses. ¿Nos ayudaríamos más? ¿Lograríamos mayor empatía con los demás? Por supuesto, nada de eso ocurrió. Estaba a flor de piel la necesidad de confiar en que nada sería en vano y aprovecharíamos la oportunidadpara cambiar el mundo. El problema es que no sabíamos cómo ni hacia dónde, entonces devino todo en un renovado “gatopardismo” (vale la cita en tiempos de remake televisiva de la gran obra de Giuseppe Tomassi di Lampedusa).
La idea de que la pandemia y el confinamiento nos harían mejores era una ilusión, probablemente basada en la tradición judeocristiana que nos asegura que el sufrimiento tiene siempre un propósito redentor.
Hace poco se estrenó en Netflix “El Eternauta” una serie dirigida por Bruno Stagnaro, protagonizada por Ricardo Darín y destacado elenco, basada en la exitosa historieta de Héctor Germán Oesterheld que comenzó a publicarse en 1957. La excelente producción se convirtió rápidamente en un éxito a nivel mundial. Entre sus diálogos, hubo una frase que inundó las redes sociales como reguero de pólvora: “nadie se salva solo”.
Entonces como un déjà vu, volvieron las analogías con aquellos cercanos e ignorados tiempos de Covid. Los que nos decían que íbamos a ser mejores ahora nos hablan de trabajar en conjunto con el mismo énfasis que hace unos años. Frases gastadas, propias de un brindis empresarial u homilías diversas. Las más de las veces se convierten en significantes vacíos. Aquellos aplausos a los médicos, ritual obligado en los últimos días de marzo de 2020, fueron la muestra de una sociedad que confundía la amabilidad con una visión de conjunto. Apenas un lustro después, se estima que al menos nueve médicos resultan agredidos en clínicas y hospitales de Córdoba cada mes. Nadie puede negar que la cooperación importa (es base de nuestra especie), que la igualdad es tanto un medio como un fin y que por supuesto no hay habilidad o cualidad individual que pueda salvarnos, porque a fin de cuentas solos no vamos (no podríamos ir) a ningún lado.
Podemos discutir indefinidamente sobre la esencia del lenguaje, sobre las implicancias de palabras como “libertad” -tan en boga- o a la vigente “nadie se salva solo”. Sin embargo, para que la comunicación en el espacio público no se reduzca a puro ruido, es crucial que quien habla sepa por qué y para qué usan ciertas palabras, y que su mensaje sea comprendido por quien lo escucha. Lamentablemente, esto es cada vez menos usual.
Las palabras, además de identificar parcelas de la realidad, deben anclarse en sentidos, y es precisamente ese anclaje el que parece haberse extraviado. El mismo Darín señaló: “uno puede decir ‘nadie se salva solo’ y le puede costar a sí mismo llevarlo a cabo… estamos como mirando el suelo o muy atentos a nuestros celulares, apurados, y esa velocidad a veces atenta un poco contra la atención hacia los demás”.
“El Eternauta”, aquella obra-faro que el imprescindible Oesterheld, víctima (junto a casi toda su familia) del terrorismo de Estado en 1978, soñó en el largo invierno de la dictadura de Lonardi, Aramburu y Rojas, está concretando un aporte inmenso al mundo entero.
Pero se trata de que esta vez, una frase que caló en el inconsciente colectivo, no termine amarilleándose como las páginas de un diario viejo.
Para que no se transforme en una nueva y dolorosa mentira.