Córdoba

El símbolo rodante de la austeridad: el Volkswagen de Pepe Mujica

En tiempos donde la política se viste de trajes caros y blindajes verbales, hubo un hombre que se movía en un viejo Volkswagen celeste. José “Pepe” Mujica, expresidente de Uruguay y figura emblemática de la sobriedad militante, supo convertir un auto diminuto en un símbolo gigante. No fue un golpe publicitario ni una pose de campaña. Fue, simplemente, coherencia con ruedas.

Pepe murió hace poco, a los 89 años, vencido por un cáncer que él mismo había enfrentado con la serenidad de quien ya hizo las paces con la vida. Pero su partida volvió a poner en primer plano una anécdota que ya es leyenda: la vez que rechazó un millón de dólares por su querido escarabajo celeste de 1987.

Sí, un millón. Y no era un número inflado por las redes ni una ocurrencia periodística. Fue una propuesta concreta que le hizo, nada menos, un jeque árabe en 2014, durante la cumbre del G77+China en Bolivia. Al parecer, el potentado no podía entender cómo el presidente de un país andaba en un auto que, en otros contextos, apenas clasifica como objeto vintage.

El entrañable "vocho" de Pepe Mujica que rechazó vender por un millón de dólares

Pero Mujica no vaciló. No se tomó su tiempo. No pidió pensarlo con la almohada. Dijo no.

“Ese auto me lo regalaron unos amigos. No lo puedo vender. Me daría vergüenza.”

Vergüenza. Una palabra que no se escucha mucho en los despachos del poder. Pero para Mujica, lo material tenía límites que la ética marcaba con claridad. El auto no era un bien, era un gesto. Y venderlo hubiera sido traicionar ese gesto, vaciar de contenido todo lo que él representaba: vivir como se piensa.

Un vehículo cargado de sentido

Ese escarabajo no tenía pantalla táctil, ni sensores de retroceso, ni conectividad con el celular. Pero tenía historia. Tenía sentido. Era el mismo que Pepe estacionaba al costado de su modesta chacra, entre herramientas, perros y frutales. Y el mismo que sacaba de vez en cuando, con ese aire de mecánico resignado que sabe que el motor va a protestar, pero va a arrancar igual.

Era, en definitiva, un auto como tantos… hasta que dejó de serlo. Porque cuando un presidente elige no subirse al lujo, su auto ya no es sólo suyo. Se convierte en un símbolo público de lo que puede ser la política cuando no se contamina de vanidad.

Y no fue la única oferta. Felipe Enríquez, embajador mexicano en Uruguay, intentó seducirlo con otra: diez camionetas 4×4 nuevas a cambio del escarabajo. Y otra vez, la respuesta fue no. Mujica no estaba jugando a hacerse el pobre. No necesitaba parecer austero. Era austero. Sin comillas. Sin cinismo.

“No soy pobre, soy sobrio. Liviano de equipaje. Vivo con lo justo para que las cosas no me roben la libertad.”

Así se definía. Y así vivió. Lo más curioso —o más bien triste— es que ese estilo de vida, que para él era apenas sentido común, generaba asombro internacional. Como si lo anormal no fuera vivir con lo justo, sino que nos sorprenda alguien que lo haga.

“¿Eso es lo que sorprende? ¿Una casa modesta, un autito viejo? Entonces este mundo está loco.”

Tal vez lo esté. Pero Mujica, con su escarabajo viejo, se convirtió en un faro de cordura en medio de tanto oropel. Gobernó un país sin mudar su domicilio ni su lenguaje. Habló con campesinos y con presidentes con la misma voz, y se fue de la vida como vivió: sin estridencias, sin grandes poses, sin despedidas escenográficas.

¿Y ahora, qué será del auto?

El futuro del escarabajo celeste es, por ahora, incierto. ¿Se subastará? ¿Irá a un museo? ¿Permanecerá guardado en el galpón familiar, como quería su dueño? No se sabe. Pero en el fondo, tampoco importa demasiado.

Porque ese auto, que rechazó millones, ya viajó más lejos que cualquier otro. No por las rutas que recorrió, sino por lo que inspiró. Hoy es parte de la historia de un país, sí. Pero también de una idea que, aunque cada vez más rara, sigue emocionando: la de un poder que no compra, no ostenta, no olvida de dónde viene.

Y eso, en este mundo que valora lo que brilla más que lo que pesa, es —como diría el propio Pepe— una rareza que vale la pena cuidar.

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