La Revolución de Mayo de 1810 significó el inicio de una nueva era política en el territorio del entonces Virreinato del Río de la Plata, lo que implicó asimismo que comenzara a desmoronarse el antiguo orden colonial. Con la instalación en Buenos Aires de la Junta Provisional Gubernativa -conocida como la “Primera Junta”- se rompían los vínculos con España, ya que este nuevo gobierno, si bien mantenía la lealtad al monarca, se había constituido con autonomía de las autoridades peninsulares que sustituían al rey Fernando VII, que estaba cautivo por Napoleón Bonaparte desde 1808. La destitución del virrey Cisneros en el Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810 y la creación de la Junta que gobernaría en su reemplazo el día 25, fueron hechos de carácter revolucionario, que marcarían un punto de inflexión en la historia de nuestro país.
¿Cómo impactaron estos hechos en Córdoba y qué actitud asumieron las autoridades locales frente a una situación de tal magnitud? Las noticias de la Revolución produjeron un clima de agitación e incertidumbre en la ciudad. Resultaba acuciante definir si se obedecería o no a la Junta instalada en Buenos Aires, que buscaba el reconocimiento del resto de los territorios del Virreinato y enviaba expediciones militares con ese fin. Desde un primer momento, las posiciones estuvieron divididas en Córdoba y no hubo una respuesta unánime frente a la Revolución. Por un lado, un sector integrado por las principales autoridades locales se opuso al nuevo gobierno, al que consideraban ilegal por haber desplazado al virrey y romper con la subordinación a las autoridades metropolitanas. Los personajes más destacados que formaban parte de este sector eran: el gobernador Juan Gutiérrez de la Concha, el obispo Rodrigo de Orellana, el comandante de armas Santiago de Allende, el letrado Victorino Rodríguez, y el ex virrey Liniers, que estaba radicado en Córdoba. Otro grupo, encabezado por el Deán Gregorio Funes, estaba de acuerdo con plegarse a la Revolución y en reconocer a la Junta como autoridad superior, dado que esta había asumido el poder en nombre del pueblo, según el invocado principio de la retroversión de la soberanía.
Los debates por este asunto tuvieron lugar en ámbitos privados -como lo fue la casa del gobernador- y también en el plano institucional, es decir, en el Cabildo. Aquí la posición predominante fue la de desconocer a la Junta e incluso, en disidencia con la postura asumida por Buenos Aires, se decidió jurar obediencia al Consejo de Regencia, que era la autoridad sustituta del rey en la Península. Asimismo, ante la supresión de la figura de autoridad del virrey, el Cabildo decidió subordinarse al virrey del Perú Fernando de Abascal, que era uno de los más firmes defensores del realismo en América.
La discusión era acalorada en Córdoba, pero la situación se tornó más conflictiva cuando el sector opuesto a la Revolución intentó organizar una resistencia militar. Para ello, llevaron adelante una serie de preparativos que incluían el reclutamiento de tropas y el aprovisionamiento de armamento, cuyos gastos serían afrontados con los recursos de la Real Hacienda. También se pusieron en contacto con los cabildos del resto de las provincias para conseguir adhesiones y buscaron apoyos de otros focos realistas, como el Alto Perú, destino al que decidieron partir para aunar fuerzas. Si bien hubo intentos de disuadir a los contrarrevolucionarios para que desistieran de estos planes, ningún argumento los hizo cambiar de opinión. Al mismo tiempo y en el sentido opuesto, el Deán Funes, su hermano Ambrosio y sus aliados colaboraban con la causa revolucionaria, por ejemplo, informando a la Junta sobre el accionar de sus rivales.
Finalmente, los contrarrevolucionarios no lograron alcanzar su objetivo: ni bien partieron de Córdoba con rumbo al norte, su tropa comenzó a desgranarse producto de las continuas deserciones, lo que obligó a los líderes del grupo a dispersarse para huir de la expedición enviada desde Buenos Aires, que se aproximaba a Córdoba. Sin embargo, la Junta consiguió capturarlos y luego de mantenerlos presos durante varios días tomó la contundente medida de fusilarlos, lo que sucedió el 26 de agosto de 1810 en las proximidades del paraje conocido como Cabeza de Tigre. Con este castigo ejemplificador, los revolucionarios buscaban desalentar las desobediencias a su gobierno. El único que fue exceptuado de la pena fue el Obispo Orellana, por su condición sacerdotal.
Vencida toda resistencia en Córdoba, la Revolución se impuso: desde Buenos Aires se nombró a un nuevo gobernador en reemplazo de Gutiérrez de la Concha, y se removió del Cabildo a los capitulares que se habían opuesto a la Junta. A partir de entonces, se iniciaba un nuevo ordenamiento político en la ciudad, en el que las autoridades locales pasarían a estar alineadas, ahora sí, con el nuevo gobierno, aunque quedaban por delante múltiples desafíos que afrontar, no exentos de conflictos.