La historiografía porteña celebra el 25 de mayo de 1810 como el acontecimiento más importante de nuestra historia y así nos lo enseñan en los colegios. Según esa versión, ese día nació la Patria, gracias al pueblo de Buenos Aires, que nos devolvió la libertad y la dignidad perdidas, y a un grupo de patriotas criollos que libraron una guerra contra perversos españoles realistas, para hacernos independientes.
Nada más lejos de la verdad. Para el país y en particular para Córdoba, fue una tragedia. En un golpe de estado provocado por el cabildo porteño –cuya jurisdicción no iba más allá de dicha ciudad–, derrocaron al virrey y, con el voto de 157 “vecinos de distinción”, crearon una junta que pretendió gobernar a todo el Virreinato, en nombre del rey. Como era de esperar, las capitales de gobernación –Córdoba, Montevideo, Asunción y La Plata, hoy Sucre– se negaron a someterse y la junta les envió ejércitos de ocupación que cometieron todo tipo de atrocidades.
En Córdoba destituyeron a los miembros del Cabildo y al gobernador, nombraron otros a su antojo y fusilaron a cinco prominentes vecinos, por negarse a ser dominados. Es decir, los asesinaron, lo que hoy sería calificado como un crimen de lesa humanidad y un acto de terrorismo de estado, invocando “los sagrados derechos de nuestro rey, don Fernando VII”.
A partir de allí crearon varios mitos, como el del nacimiento de la Patria, mutilando dos siglos y medio de historia, justo aquellos en los que Córdoba era la ciudad más importante del país. Al hacerlo, cortaron el hilo conductor que nos hace hijos de España, nietos Roma y bisnietos de Grecia y, por tanto, legítimos herederos de la civilización occidental, de raíz judeo–cristiana, convirtiéndonos en advenedizos, colados por la ventana.
La idea de independizarnos de España no estuvo presente hasta 1814, cuando Fernando VII fue liberado por Napoleón y regresó a España y el director supremo Posadas envió a Bernardino Rivadavia y Manuel Belgrano a Madrid a felicitarlo y expresarle “las más reverentes súplicas para que se digne dar una mirada generosa sobre estos inocentes y desgraciados pueblos”.
La torpe actitud de Fernando, que se negó a recibirlos, provocó que se comenzara a hablar de Independencia, la que se declaró dos años más tarde, el 6 de julio de 1816 en Tucumán, a más de mil kilómetros de Buenos Aires, en un Congreso en el que estaban representadas todas las ciudades. Ello no obstante, la mayoría de los diputados porteños se manifestaron en favor de establecer en la nueva nación un régimen monárquico lo que, afortunadamente, no prosperó.
Las consecuencias de la revolución de 1810 provocaron muchos daños. Medio siglo de guerras civiles, con el consecuente derramamiento de sangre entre hermanos, dividió a los argentinos e impidió por muchos años la organización nacional. Los bolivianos, paraguayos y uruguayos, que estaban en la periferia del Virreinato, se separaron para no tener que soportar la dominación porteña. La separación de Bolivia fue, además, causa de que perdiéramos la salida al Océano pacifico a través del puerto de Antofagasta, que Chile le arrebató a los bolivianos en 1879, lo que no habría podido ocurrir si hubiéramos estado juntos.
Al tratarse de un golpe con fuerte participación militar, sirvió de precedente para legitimar los dieciséis golpes de estado (exitosos o no) que hubo en el país, todos los cuales proclamaron el “ideario de Mayo” como su inspiración. Era coherente, pues si la patria nació de un golpe de estado, cada uno de ellos la recreaba. También la violencia, como instrumento de acción política, tuvo allí su bautismo.
Y la consecuencia más grave, que hasta hoy padecemos, es el brutal centralismo que nos asfixia y nos convierte en proveedores de todos los beneficios, lujos y extravagancias de que goza la ciudad Capital. Ya lo decía hace más de cien años Juan Bautista Alberdi. Ese extravío de la Revolución, debido a la ambición ininteligente de Buenos Aires, ha creado dos países bajo la apariencia de uno solo: el Estado metrópoli, Buenos Aires, y el país vasallo, la República. El uno gobierna, el otro obedece; el uno goza del tesoro, el otro lo produce; el uno es feliz, el otro miserable; el uno tiene su renta y su gasto garantidos, el otro no tiene seguro su pan”.
Estas breves palabras son una apretadísima síntesis de mi libro “Luces y sombras de Mayo”, en el que he desarrollado esto de manera más extensa y con la cita de todas las fuentes consultadas. Para tomar conciencia de lo que sintieron los cordobeses de 1810, les invito a imaginar que el episodio que nos ocupa ocurriera hoy, si la Legislatura porteña diera un golpe de estado con apoyo militar, destituyera al presidente de la Nación, nombrara de su seno una junta que gobierne al país y enviara ejércitos a las provincias que no la reconocieran. ¿Lo aceptaríamos de buen grado?