Siempre que escribo en casa, tengo frente a mí unos árboles que quiero mucho. Me enseñaron a querer a los árboles de chico. Nos enseñaron, creo que a todas o a casi todas las personas.
Y la colonización cultural, tan fuerte durante los siglos pasados, venía con un amor especial por los paisajes alpinos y las grandes alamedas europeas. De pequeño paseaba en bicicleta por el Parque Sarmiento y medía con abrazos el diámetro de un gigantesco eucaliptos que reinaba en la entrada del parque: tenía 12 abrazos de diámetro. Después, más grande, aprendí sobre los incontables servicios que los árboles brindan a las ciudades.
Volvamos a mi ventana. Desde allí veo en primer plano una majestuosa Catalpa, ideal para estos lares porque es de hoja caduca, pero originaria de las regiones templadas de Norteamérica, las Antillas y el Asia Oriental.
A unos prudentes metros a su derecha (porque debajo de la catalpa solo crece, con suerte, pasto) hay un pino Paraná, que se mueve con la gracia de un junco cuando hay viento; y más a la derecha, un ciprés enorme, de los que hay en los cementerios, otra copia del paisaje europeo.
Y si se tienen dudas basta con ir a visitar cualquier cementerio en el Norte, como el famoso de Tilcara, y se toma conciencia de cuán distinta era la cultura que nos habitaba antes de la colonia.
En el otro extremo del mismo parque, franquean un portón dos tilos gigantes, que son generosos con su aroma todo el verano, un cedrón medio maltratado por la vida, pero que es generoso con el té y un crespón, generoso con sus flores todo el verano. Ninguno de ellos, paisano de por aquí.
Hace algunos años, una brutal helada secó hasta la raíz lo más exótico que había en el parque, un “Árbol paraguita” como le decíamos en casa porque su forma tan especial no sugería otro nombre. Era un Sophora péndula, rarísimo de ver; a menos que vivas en Japón, donde es popular, o en China, de donde es originario. En su lugar ahora hay un Algarrobo, bien criollo, que crece despacito, pero seguro. Atrás de la casa, hay dos cedros gigantes, uno comunardo y otro azul que se roban algo del sol de invierno.
Total que, haciendo cuentas, en ese parque, contando los siempre verdes y las acacias guachas de la calle, hay una veintena de árboles. Aplicamos aritmética elemental, y llegamos a unos 120 árboles por hectárea…. Grandes y hermosos, todos ellos de menos de 50 años.
Y si levanto la vista más lejos, y a pesar de estar encajonados en la falda en donde caen todas las cascadas de las Sierras Grandes, veo por mi ventana un verdadero concierto de coníferas, robles y eucaliptos. En esta época incluso, sobresale como una llamarada de otoño, algún liquidámbar extrañando California. Un verdadero reflejo de lo lejos que estamos del bosque nativo.
Pero ahí nomás….
Cuando uno sube a la sierra grande, en dónde todavía quedan bosques, un bosque cualquiera tiene más de 10000 años de existencia y, por ejemplo, un bosque de Tabaquillos, aún con la carga del impacto humano, en promedio, tiene unos 1700 árboles por hectárea.
Cuando las brigadas forestales de ONGs como Bosquizar van a reforestar las zonas destrozadas por la intervención humana, plantan de 2800 a 3800 plantones por hectárea. Es que en los primeros años la superficie cubierta tiene que aumentar mucho para generar más capacidad boscosa de recuperación de suelo y biodiversidad en las tres dimensiones. Y claro, recién plantados, en suelos desplumados, se suple la falta de altura con más plantas.
En la temporada 2024/25 los esfuerzos impulsados y organizados por la fundación Bosquizar, una de las ONGs que trabajan activamente en la reforestación en Córdoba, significaron 144.650 tabaquillos implantados.
En un muy pobre intento de retratar la tarea, diremos que fueron decenas de personas trabajando: recogen las semillas, las siembran en los viveros, las cuidan hasta que están listas para trasplantar, los llevan hasta algún lugar por encima de los 1300 metros de altura, normalmente algo más alto todavía, y los plantan, luego de haber hecho el estudio de las áreas que deben repoblarse. Y después los cuentan, y los monitorean.
A la tasa de siembra informada, unas 3300 plantitas por hectárea, todo ese laburazo, toda esa voluntad, generó condiciones para recuperar en 2024 nada más que unas 50 hectáreas de bosque.
Entonces sigo con la aritmética. Aunque las actuales autoridades provinciales no dan cifras, los mapas satelitales muestran que en el mismo año 2024, se quemaron en Córdoba 28.000 hectáreas. Hubo años mucho peores, pero 28 mil es un reflejo razonable de la pérdida anual.
- O sea, que se hubieran necesitado unas 500 organizaciones como Bosquizar.
- O podemos calcular que 28.000 hectáreas requerirán unos 92 millones de plantines.
- También se puede pensar que, si cada cordobés y cordobesa se propusiese plantar 3 arbolitos por mes, plantaríamos unos 100 millones de árboles al año. Estaríamos sacando un aceptable empate.
O también, se puede entrar a la web de Bosquizar o cualquiera de las otras ONG que forestan, que no son tantas, y sumarse al esfuerzo voluntario o hacerles un aporte voluntario, que será como si hubiésemos plantado los 36 árboles al año que cada cordobés debería plantar.
Sé que muchos de los números son cuestionables y revisables, pero me gusta la idea de ponernos un horizonte de lo necesario y lo posible: 36 arbolitos nuevos, por habitante y por año.
Multiplicar es la tarea, diría un trovador moderno.