Grises, de nuevo en el María Castaña
Sin más armas que nuestro amor a las letras y sus diversas manifestaciones (narradas, impresas, actuadas, etc.), intuimos en el recorrido del teatro argentino una sana obstinación: contar historias propias, en función de cambios sociales y culturales experimentados.
Cierto es que tragedia y el sainete fueron importados de Europa, pero tuvo en sus versiones rioplatenses, de la mano del periodista-anarquista-diplomático uruguayo Florencio Sánchez -La gente honesta o M´hijo el dotor- o el enigmático escribano-payador-periodista bonaerense Nemesio Trejo -Los Políticos, Las Empanadas, Los inquilinos- a exponentes que con ironía, humor y un lenguaje cercano el habla de los inmigrantes y criollos supieron retratar la vida en el campo y la ciudad -los conventillos- transitando el fin del siglo XIX y el comienzo del XX.
Con el tiempo, ese costumbrismo derivó en el registro conocido como “grotesco criollo", donde descolló Armando Discépolo, entre otros autores que calaron hondo en el sentir de un público que se veía reflejado en el destino adverso de protagonistas de obras como Mateo o Relojero (entre más de treinta estrenos). Este género devino en una forma quizá más compleja, el “neogrotesco”, manteniendo, dentro de la trama, un recorrido entre comicidad y tragedia.
Roberto Cossa y Gris de Ausencia
En esa tradición los expertos inscriben a Roberto “Tito” Cossa (Buenos Aires, 1934-2024), quien desde 1964 con Nuestro fin de semana, se abrió paso como dramaturgo hasta convertirse en una referencia nacional e internacional.
Estrenando en 1977 el clásico La Nona (llevada al cine en 1979), ya se decía que Cossa había recuperado y actualizado a Discépolo. La pieza narra la decadencia de una familia de inmigrantes italianos dominada por una abuela (pensado el personaje para ser interpretado por un hombre). El humor cubre una alegoría profunda: la anciana “era el imperialismo, la inflación, no se decía los militares porque se iba más a lo metafórico” recordó el autor, en una entrevista. Había logrado proyectar el género a las nuevas lecturas políticas y sociales.
Para cuando, en 1981, concibió Gris de ausencia, Cossa estaba inmerso en Teatro Abierto, un movimiento que buscaba hacer frente a la censura y a la violencia ejercida por la dictadura militar en el ámbito de la cultura. Contó él y muchos lo glosaron, haber visitado por entonces a sus amigos exilados en Europa, quedando impactado por sus historias. Requerido para una puesta breve, trasladó el grotesco al departamento romano de una familia compuesta por tres generaciones: un abuelo que trató de hacer la América recalando en la Boca y que, devuelto a Roma, transita el crepúsculo de su vida. Tiene dos hijos: Dante, a cargo de la empresa familiar, la Trattoría la Argentina (que ofrece platos típicos de nuestro país y se sugiere contigua al espacio donde transcurre la obra) nacido en Italia, esforzado por reintegrarse a su comunidad y Chilo, un porteñazo que procura mantenerse aferrado a las costumbres argentinas pese a la distancia.
Dante está casado con la también italiana Lucía y no hablan español. Son padres de Frida, instalada en Madrid en cuerpo y alma, quien realiza una visita a la familia; y de Martincito, presente a través del teléfono, completamente hecho a la vida de Londres, donde reside.
Los personajes de Gris de ausencia se organizan en torno a dos ejes. De un lado, la gravitación de Dante y su familia, marcada por las dificultades de comunicación: la madre que reprocha las visitas cada vez más espaciadas de Frida, el hijo que ya no habla español y no logra establecer un diálogo telefónico ni con su madre ni con su hermana. Del otro costado, el empeño de Chilo por no perder el vínculo con la Argentina a través del ejemplar de Clarín que recibe con retraso y donde aún consulta el turno de la farmacia de un antiguo amigo de su padre llamado don Pascual, convertido en mojón palpable de los afectos extraviados. Entre ese péndulo, la vida cotidiana persiste: todos se reúnen alrededor del mate, Frida se enorgullece de haber iniciado a su novio madrileño en el ritual, y el abuelo, con sus equívocos desopilantes (confundiendo ciudades, barrios, líderes políticos y accidentes geográficos), parece condensar la angustia que atraviesa a todos: ¿cuándo llegaremos a ese lugar que se nos perdió?
La obra, como Teatro Abierto, fueron un éxito rotundo. El movimiento respondía con acción a una declaración de Kive Staiff, director designado por la dictadura para el Teatro San Martín: “se programan obras extranjeras porque no hay autores argentinos”. A poco de iniciado el ciclo, los militares en el gobierno contratacaron: una bomba destruyó el Picadero. Fue cuando Carlos Rottemberg y Guillermo Bredeston, a cargo del teatro Tabarís, ofrecieron ese espacio y el ciclo pudo continuar. Ha dicho alguna vez Cossa: “nuestro teatro independiente es un fenómeno mundial” y no se equivocaba.
Tito Cossa solía expresar que los autores de teatro “comen en la cocina”, y en muchas de sus obras ese ámbito, corazón doméstico, lugar de lo íntimo, escenario donde se enfrentan las imposibilidades y se combaten la necesidad o la nostalgia, tiene una aparición central. En Gris de ausencia tenemos que imaginarnos la cocina de la trattoria ahí nomás, pegada al departamento. Sus alacenas parecen atiborradas de material dramático: la doble migración, a todas luces un doble exilio. Los personajes se extravían en un camino borrado entre dos mundos, sin pertenecer por completo a ninguno: se les escapó la nación, las raíces, las certezas. Es una afectación diferente a la expuesta en La Nona pero sin duda complementaria.
La versión cordobesa de 2025
Esta obra tuvo puestas notables. La de 1981 reunió a figuras como Pepe Soriano o Luis Brandoni, dirigidos por Carlos Gandolfo. En sus reestrenos se entremezclan directores como Alicia Zanca y protagonistas como Ulises Dumont, Claudia Lapacó, Darío Grandinetti o Pepe Novoa. Córdoba recuerda un estreno local en 2021, con (entre otros) Jorge Miguez, Marta Peralta Lugones y la dirección de Víctor Juncos.
Ha señalado Cossa que, para que una obra siga viva, deben acertar los actores y la dirección, puesto que no hay pieza “por buena que sea, que resista una mala puesta”. El gran trabajo de preparación de esta obra por un excelente equipo de actores y actrices locales, ya ha tenido merecimiento: una primera serie en María Castaña durante mayo y junio, más algunas presentaciones en el interior provincial (Colonia Caroya, Jesús María, Cosquín) y otros escenarios de la ciudad capital.
Cada protagonista asume en el María Castaña su rol con oficio, aportando su impronta a personajes entrañables. Edu Bertello le pone sal y pimienta a su atribulado Dante. Andrea Stamcampiano y Lalu Munizaga saben muy bien cómo encarnar, respectivamente, a la sufrida Lucía y a la aguerrida Frida. Marxela Etchichury se luce en la dirección, pero también componiendo a un sorprendente Chilo, quizá el personaje más conectado con un Abuelo disperso en memorias y afectos. Párrafo aparte para Jorge Navarro en este último rol, definitivamente recibido de actor profesional (su primera incursión en el rubro fue “El Candidato”, también dirigido por Etchichury).
La puesta gana valor al agregar un espacio de improvisación (el público elige a dos personajes, menta la escena en el pasado o en el futuro tomando como presente al tiempo de la obra y lo ubica en un espacio determinado). La gran capacidad de los actores (y un gran conocimiento de lo que la obra dice y no dice), más el entrenamiento de Eugenia Disandro, lo hacen posible.
En un reportaje publicado de manera póstuma, Cossa -confesando haber pagado el último peaje de su vida-, expresó su anhelo de que sus obras continuaran representándose después de su muerte. Sobre esa vigencia habló alguna vez Osvaldo Soriano, al señalar que “cuando otras generaciones hayan enterrado a la nuestra, el teatro de Cossa servirá, mejor que las noticias de los periódicos y los sesudos estudios sociopolíticos, para interpretar lo que fue la Argentina de nuestro tiempo. Su humor; su dudosa grandeza, su trágica caída”. Esta versión cordobesa, que el público podrá seguir disfrutando durante los sábados de agosto en María Castaña, en tiempos de resistencia cultural y de una búsqueda desesperada de identidades aún irresueltas, cumple el deseo del autor y honra como corresponde su estatura como creador.