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Un 17 de agosto en Boulogne sur Mer

Cuantas veces habremos cantado el himno a San Martín, sobre todo un 17 de agosto. “Que la luz de la historia agiganta la figura del Gran Capitán”, o aquello de: “Grande fue cuando el sol lo alumbraba, y más grande en la puesta del sol”. Pero escuchar esa letra en la mismísima casa de Boulogne Sur Mer, un 17 de agosto y cantada por el granadero custodio, es algo inimaginable. Él se llama Silvio Castro, es suboficial mayor del Regimiento de Granaderos a Caballo, aquella fuerza de elite que creó San Martín en 1812 cuando llegó a Buenos Aires, que hizo toda la campaña con él, liberando tres países, y que fue desarmada totalmente por Rivadavia en 1826, porque no le bastaba haber mandado al exilio al Padre de la Patria, no tenía que quedar nada que recordara a él.

La Casa San Martín en Boulogne Sur Mer. Foto: Mariano Saravia.

Que la luz de la historia agiganta su figura no queda dudas, y esa es quizá la venganza más importante contra Rivadavia, aquel que gobernó en las sombras desde 1812, con más o menos poder, y que había abierto la economía a la importación indiscriminada y que había iniciado el camino del endeudamiento externo. Que grande fue en sus buenos momentos, “y más grande a la puesta del sol”, también es muy cierto, y lo valoro más en este lugar.

Hace exactamente 175 años moría aquí nuestro libertador. Pero, ¿por qué en este plácido puerto costero sobre el Canal de la Mancha? Boulogne Sur Mer era, a mediados del siglo XIX, el puerto principal para conectar con Inglaterra, y por ese motivo, tenía comunicación ferroviaria con París, adonde vivía San Martín con su hija Mercedes, que para entonces ya se había casado y le había dado dos nietas.

Cuando estalló la Revolución de 1848 que destituyó al rey Luis Felipe e instauró la Segunda República Francesa, él pensó en poner a salvo a su familia en esta ciudad. Si con el tiempo todo se calmaba, volverían a París, y si la violencia aumentaba, cruzarían a Inglaterra. Pero no sucedió ni una cosa, ni la otra. Por eso alquilaron una casa en la Grand Rue 113, propiedad de un tal Alphonse Gerard, abogado y encargado de la biblioteca municipal.

Ya había llegado con algunos problemas de salud y cataratas en los ojos. Con el tiempo, se fue agravando su estado general y quedó prácticamente ciego. Los primeros días de agosto estuvo enfermo, pero ese 17 se levantó un poco mejor y pidió levantarse para da unos pasos. Después del mediodía se volvió a sentir mal y lo llevaron al dormitorio de su hija, donde finalmente murió. Como era tradición, el reloj quedó detenido a la hora de su muerte. Eran las tres de la tarde.

En este 17 de agosto de 2025, a las tres de la tarde en punto, el granadero Silvio Castro, pide la palabra, recuerda al Gran Capitán y lo evoca con un minuto de silencio, quizá el más sentido que yo recuerde.

En 1850 el país estaba en pleno proceso de organización nacional, bajo el proyecto de los mismos que lo habían mandado al exilio, y por eso, una nueva ingratitud fue que su cuerpo tuviera que deambular por sepulturas extrañas. Recién en 1880 (¡30 años más tarde!) sus restos fueron repatriados.

Más tarde se levantó un monumento ecuestre en la costanera de Boulogne Sur Mer, cerca de la playa. Pasó el tiempo, y durante la Segunda Guerra Mundial, Francia fue ocupada rápidamente por los nazis. La Normandía tenía un valor estratégico especial para Hitler, que desde aquí planeaba invadir Inglaterra. En Boulogne Sur Mer había una base de submarinos alemanes, y por eso fue blanco de los bombardeos aliados. Pero sucedió algo increíble, y es que aquí no quedó ladrillos sobre ladrillo, todo fue destruido, salvo… el monumento de San Martín.

Monumento a San Martín en Boulogne Sur Mer. Foto: Mariano Saravia.

Hoy se pueden ver unos pocos agujeros producidos por las esquirlas en la base de cemento y en las esculturas de bronce, pero el monumento sigue intacto. La gente del lugar comenzó a hablar de un milagro y a considerar a San Martín como un protector, que hizo que se salvara lo poco que pudo salvarse de esta ciudad mártir.

Me quedo mirando este atardecer sobre el Canal de La Mancha, por detrás del monumento, y pienso en este hombre que liberó tres países, y que entendió que esa libertad que estaba conquistando nunca sería una libertad individual sino colectiva, una libertad acompañada de igualdad, de justicia social. Algo que chocaba con el proyecto de quienes embanderaban como única libertad la de mercado y por eso lo persiguieron implacablemente. Por eso hablamos de San Martín el exiliado, el que pagó el alto precio de vivir, pero también de morir lejos de su Patria. Por eso, esta ruta no es solo una ruta geográfica, sino también histórica, política, emotiva, y, sobre todo, humana.

En Bruselas, padre austero

Luego de haber pasado el domingo 17 de agosto en Boulogne Sur Mer, con una alta carga de emotividad, llegamos a Bruselas, donde el general José de San Martín, vivió cinco años de su vida, desde fines de 1824 hasta 1830.

Y otra vez la pregunta obligada: ¿Por qué? Bueno, él había iniciado su exilio con 46 años y su hijita Mercedes, 7. En Francia no podía quedarse porque el absolutismo monárquico lo consideraba “un peligroso subversivo sudamericano” y Londres era muy caro para un exiliado que no cobraba sus sueldos adeudados ni de Argentina, ni de Chile ni del Perú. Bruselas entonces surgió como una buena alternativa: una ciudad de unos 80 mil habitantes para la época, culta, cosmopolita, pero mucho más barata para vivir.

Ahora estoy en la esquina de la Rue de la Fiancée y Rue du Pont Neuf, donde estaba la casa del Gran Capitán, ya inexistente, aunque una placa en la esquina la recuerda. Fue uno de los lugares, está a pocas cuadras de la bellísima Grand Place y también a pocas cuadras del Teatro Nacional La Monnaie (La Moneda), adonde iba muy de vez en cuando, solo cuando alguien lo invitaba, porque era un lujo que no podía darse.

Esquina de la Rue de la Fiancée y Rue du Pont Neuf, donde estaba la casa de San Martín. Foto: Mariano Saravia.

En este mismo teatro, el 25 de agosto de 1830 sucedió algo increíble. Se estaba poniendo en escena la ópera La muette de Portici, del compositor Aubert, que cuenta una rebelión popular en la Nápoles del siglo 17 contra la dominación española. Cuando en el quinto acto se llegó al aria “Amor sagrado por la Patria”, el público empezó a ponerse de pie y a entonar con frenesí patriótico esas palabras. Tanto fue el entusiasmo que salieron a la calle y dieron comienzo a la revolución de independencia del resto de los Países Bajos (Holanda). Se incendiaron edificios, se tomaron oficinas públicas, y el alcalde de la ciudad, también revolucionario, llegó hasta la casa de San Martín para pedirle que fuera el comandante de las milicias revolucionarias.

San Martín declinó el ofrecimiento, porque no podía pagarle con tanta ingratitud al gobierno que le había dado asilo político durante cinco años. Pero estuvimos a punto de ser tan hermanos de los belgas como de los chilenos y peruanos. O, dicho de otra manera, Bélgica estuvo a punto de ser tan sanmartiniana como el Perú o Chile.

Por eso también hay un gran monumento en la comuna de Woluwe Sait Pierre que lo muestra a San Martín sobre su caballo apuntando en su brazo extendido, como la mayoría de las estatuas de nuestras plazas.

Monumento a San Martín en Bruselas. Foto: Mariano Saravia.

Aquí, San Martín vivió una parte de su largo exilio marcada por la austeridad obligada y por el cuidado y cercanía a su hija Mercedes. Ella llegó a Bélgica con ocho años y se fue con 13. Él pasaba sus mañanas entre la jardinería y la carpintería, y por las tardes caminaba, paseaba, o conversaba con su hermano Justo Rufino, que también vivió con él ese tiempo. El San Martín más reflexivo, y, sobre todo, el más paternal.

Aquí, hace exactamente 200 años, San Martín escribía las famosas Máximas para Mercedes, 12 enseñanzas que nos llegan hasta hoy como parte de su legado:

Humanizar el carácter y hacerlo sensible aún con los insectos que nos perjudican.

Inspirarle amor a la verdad y odio a la mentira.

Inspirarle gran confianza y amistad, pero uniendo el respeto.

Estimular en Mercedes la aridad con los pobres.

Respeto sobre la propiedad ajena.

Acostumbrarla a guardar un secreto.

Inspirarle sentimientos de indulgencia hacia todas las religiones.

Dulzura con los criados, pobres y viejos.

Que hable poco y lo preciso.

Acostumbrarla a estar formal en la mesa.

Amor al aseo y desprecio al lujo.

Inspirarla amor por la Patria y por la libertad.

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