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La inseguridad y el espejo roto: más allá de la simplificación de la víctima y el verdugo

La inseguridad se ha instalado en nuestra vida cotidiana como una losa pesada y omnipresente. Es un problema social complejo, de aristas múltiples y profundas, que hunde sus raíces en décadas de desintegración del tejido social, desigualdad estructural y abandono. En este contexto, simplificarlo, como parece pretender la Secretaría de Seguridad Nacional, ubicando a la víctima como el único centro del problema y la solución, no es solo una mirada reduccionista; es, cuando menos, una intencionalidad maliciosa que busca esconder la propia ineptitud y la falta de una estrategia seria.

Es una verdad incuestionable que la víctima es, ante todo, víctima. Su dolor, su pérdida y su trauma son reales e impostergables. Quien delinquió, el victimario, merece sin duda la condena social y legal. Ese debe ser el pilar inviolable de cualquier sistema de justicia. Sin embargo, esta certeza no puede cegarnos ante una realidad igualmente cruda: muchas veces, ese victimario es también una víctima. No para exculpar su accionar, sino para comprenderlo. Delinque, frecuentemente, como la consecuencia lógica y desesperada de un abandono Estatal y Social crónico. Es el producto final de un sistema que le negó educación, oportunidades, contención y futuro.

Por ello, resulta de alta preocupación que la titular del área, en lugar de promover un debate profundo que replantee integralmente el rol del Estado en esta materia pendiente, se limite a esgrimir consignas de "mano dura". Estas recetas fracasadas, lejos de ser una solución, son gasolina para el fuego. Agravan la fractura social y desvían la atención de las causas estructurales que se agravan a diario para todas las víctimas. Y cuando hablamos de víctimas, debemos poner especial foco en las primeras y más olvidadas: las víctimas de la pobreza, condenadas a una vida de precariedad que, para algunos, solo encuentra una salida distorsionada en el delito.

Este caldo de cultivo de frustración y desesperanza alcanza su punto de ebullición más peligroso cuando observamos fenómenos como los linchamientos. Cuando vemos esas noticias y reparamos en la ola de comentarios en redes sociales que los avalan, celebrando la "justicia por mano propia", es cuando la Secretaría de Seguridad y el Gobierno en su conjunto deberían alarmarse doblemente. Ese no es solo un acto de barbarie puntual; es el síntoma de una sociedad que ha perdido la fe en sus instituciones, que se siente tan desamparada que prefiere convertirse en juez y verdugo. Es la señal de un pacto social roto.

El termómetro social no solo marca fiebre; indica un peligro gravísimo. La inseguridad no se combate solo con más policías en las esquinas, sino con más escuelas, más empleo digno y más inclusión. Reducir el problema a una mera ecuación de víctima y victimario es un engaño. La verdadera batalla se libra en la reconstrucción de un Estado presente que evite que un niño de hoy se convierta en el delincuente de mañana. Si no entendemos esto, estaremos condenados a seguir girando en un círculo vicioso de violencia y venganza, donde al final, todos perdemos.

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