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Del “aluvión zoológico” a la “enfermedad mental”

La tensión peronismo-antiperonismo ha tenido, desde sus inicios, una característica que trasciende la disidencia política o la pugna electoral: es una suerte de cerrazón ideológica, concretada en viscerales disputas que mudan de piel, que, entre otras dimensiones, se traducen en lenguaje excluyente. Señalando a “otros” etiquetados como masas irreflexivas, bestiales o patológicas. Y que, en ciertas etapas, se reflejaron en dispositivos institucionales de proscripción.

Ese marco cultural e institucional sigue vivo hoy, y se puede trazar una línea que va de la metáfora del “aluvión zoológico” del primer peronismo hasta la reciente frase de Karen Reichardt, candidata por La Libertad Avanza en la provincia de Buenos Aires, quien calificó al peronismo y al kirchnerismo como “una enfermedad mental”.

Conviene recordar que el radical Ernesto Sammartino, en una sesión de la Cámara de Diputados de la Nación en 1947, describió a los sectores que apoyaban al presidente Juan Domingo Perón como un “aluvión zoológico”. Esta expresión encarnaba una visión de las mayorías populares que irrumpían en el escenario político como una marea indeterminada, irracional, instintiva. El gesto formaba parte de un posicionamiento ideológico donde lo popular era visto con desconfianza por algunas élites, y donde la irrupción del peronismo se interpretaba como la invasión de un cuerpo extraño a la vida republicana.

Este tipo de lenguaje no se quedó en la retórica. El peronismo respondió con “Deben los gorilas deben ser”, una canción-sketch revisteril, que parió un calificativo que aún se utiliza para denominar a los antiperonistas. El golpe de 1955 dio pie a un conjunto de medidas de proscripción: del partido y de su líder, de sus símbolos, de sus nombres. Se dictó el decreto 4161 para prohibir la mención de las palabras-símbolos Perón, Evita o derivados. Se intentaba la eliminación de los recuerdos, la identidad, el sentido de pertenencia.

La proscripción no fue simplemente interrumpida con el restablecimiento de la democracia. Reapareció en nuevos formatos. Lo que se ha denominado por la politología “continuidad de la proscripción” se expresa cuando la condición de ser peronista o kirchnerista es tratada como lesión moral o política. Y es en ese terreno que aparece la frase de Reichardt, quien afirmó que quienes votan al peronismo o al kirchnerismo tienen “una enfermedad mental”. El primer candidato de la lista, Diego Santilli, se limitó a considerar la frase como “desafortunada”, sin rechazarla expresamente (o al menos del todo).

En su versión, Reichardt argumenta que no se trata simplemente de que piensen distinto: “No es un tema de pensamiento, es un tema cultural, lo tienen adentro”, sostuvo. El tono es explícito: la “otra” parte de la sociedad, que recuerda, siente, piensa y vota diferente, no es únicamente un adversario político, sino un sujeto individual y colectivo trastornado, que debe ser visto fuera del campo de lo razonable y políticamente correcto. Es un retorno, en clave contemporánea, de ese desprecio de clases, de ese “aluvión zoológico”, pero ahora revestido de otra apariencia cognitiva.

Ochenta años no es nada

Tanto la frase “aluvión zoológico” como “enfermedad mental” son expresiones que estigmatizan: convierten a un colectivo amplio en un “otro” amenazante, indigno de interlocución. En el primer caso son “las masas populares” vistas como irracionales; en el segundo, los votantes del peronismo o kirchnerismo, tratados como anómalos o incapaces. Esa estigmatización no es inocua: soslaya la diversidad interna de esos movimientos, tacha las razones políticas, socioeconómicas y culturales del voto, y reduce la política a un horrible combate biológico entre presuntos cuerpos “sanos” versus agentes “enfermos”. En el caso de Reichardt, además, el tránsito entre “aluvión zoológico” y “enfermedad mental” puede estar influido por su afecto a los animales (conduce un exitoso programa de mascotas) y, en tal sentido, la condición de insania mental se proyecta como un escalón análogo al que Sammartino intentó significar en su discurso fundacional.

Así entendida, la afirmación de esta candidata se conecta con otras terminales. La Constitución que deberá jurar al asumir, los tratados internacionales que en virtud de aquélla poseen jerarquía institucional y la cuantiosa legislación que el Congreso al que pretende integrar ha producido, tutelan de manera enérgica el derecho a no ser discriminado.

Además, en relación con la salud mental (sería bueno que Reichardt lo acepte), numerosos instrumentos explican y diseñan mecanismos que contienen e integran, en absoluta paridad con el resto de las personas, a quienes eventualmente requieran atención. Claro, fueron leyes hechas por peronistas en su gran mayoría. Quizá por eso —especulará la candidata— no deban ser tenidas en cuenta. Pero esta presunta crítica política es un agravio no sólo al sujeto político que pretende denostar, sino a las personas que realmente padecen alguna afección mental y necesitan atención (no deja de ser, empero, coherente con su partido; pensemos en los intentos del gobierno nacional por cerrar hospitales del rubro, entre otros ejemplos). El insulto activa una doble exclusión: la política y la estigmatización por razones de salud.

Cuando la candidata habla de “chip cultural” y de que “votar lo mismo” es enfermedad, lo que está haciendo es situar al peronismo o kirchnerismo (expresión política mayoritaria en la provincia en la que compite) fuera del campo de lo admisible. Esta dinámica mina la idea de pluralismo político y erosiona la posibilidad de coexistencia democrática.

Lo que en 1947 se decía de la masa popular (“aluvión zoológico”) reaparece en 2025 con otro énfasis: la masa popular que vota al peronismo o kirchnerismo está insana. El contenido cambia, pero el mecanismo es similar. En la lógica del insulto permanente —“kuka”, “mandril”, “gremlins monstruosos”, etc.— se cierran puertas de empatía, diálogo, negociación y reconocimiento mutuo. Y se abre camino a formas más agresivas de polarización e intolerancia.

Las formas de exclusión del otro siguen operando en la Argentina. Ojalá podamos reconocer que el agravio no es solo un desatino de una persona aislada, sino un atavismo que, en democracia, debemos erradicar.

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