Córdoba

Donde quiera que estés

Hay generaciones que contamos nuestra historia a través de los mundiales de fútbol, puentes que explican nuestra cronología. En la mía, que cruza la quinta década de existencia, esa cuenta lleva inevitablemente a un nombre.

Lo recuerdo desde antes de ser Diego, cuando todavía era un murmullo, una promesa que se transmitía en voz baja entre los más futboleros: “Hay un cebollita en Argentinos Juniors que es un crack”. Era una contraseña, un apellido que nadie lograba recordar con precisión, al que siempre le fallaba una sílaba o una vocal. Una especie de conjuro anticipado. Hasta que el rumor se hizo realidad.

Su debut fue disruptivo. Quince años, un tremendo caño a Juan Domingo Patricio Cabrera, patrón del medio en uno de los mejores Talleres de la historia. Desde una cancha modesta, en el barrio de La Paternal, Diego hizo desde entonces, todo lo que un chico de su edad soñaba hacer. Pero trastabilló en un escalón impensado. El país se preparaba para el Mundial del 78 y él se quedó afuera de la lista. Nos dolió a todos, él jamás lo digirió, pero el hecho lo definió: siguió haciendo magia en el “bicho colorado”, endemoniado, buscando revancha.

El desquite llegó lejos, en Japón, cuando madrugábamos para no perdernos un minuto de aquellos partidos del Mundial Juvenil de 1979, dirigido por César Luis Menotti. Nos dejaban llevar un televisor a la escuela. Diego Armando se consagró como capitán de una camada de jóvenes que jugaban extraordinariamente bien: Ramón Díaz, Juan Barbas, Juan Simón, Gabriel Calderón. Esa fue, para muchos, la primera gran alegría maradoniana.

Después vino Boca. El pase que hizo temblar a los hinchas de todos los colores. De Gavilán 2151 a Branden 50 para transformar el andar irregular de un equipo en problemas, en una orquesta eficaz conducida por un histórico como Silvio Marzolini, rodeado de figuras: Miguel Brindisi, Hugo Gatti, Oscar Ruggeri. El Metropolitano de 1981 fue una fiesta popular. Era Diego arañando los 20 abriles, en plenitud, antes de los choques, antes de los dolores, antes del vértigo.

Europa fue otro viaje, otra batalla. Barcelona lo recibió con luces y cámaras, pero también con golpes. Las exigencias de un club necesitado, la patada brutal de Andoni Goicoechea, las recurrentes crisis de vestuario, no dejaron mayores brillos deportivos, pero el Diego se las arreglaba para sobrevivir. Y seguía estando cerca. La promesa seguía intacta.

Para cuando el Napoli apostó su entera suerte a contratarlo, se encontró con un Maradona más combativo, más consciente de su destino. Y aquella ciudad del sur italiano, extranjera dentro de su propio país, sería el escenario de su consagración definitiva. Despreciado por el norte y amado por gente pasional y sencilla, Diego se convirtió en bandera. Junto a Careca, Alemao, Zola, De Napoli y Ferrara, llevó a ese club del interior profundo a lo más alto del fútbol europeo. Para los napolitanos (como para nosotros), Maradona fue un redentor, un hermano del alma, un argentino que les hablaba en italiano y que se rebelaba frente al desdén y la postergación.

Los mundiales fueron su teatro natural. En España 82 no se le abrió el arco, pero México 86 fue la obra maestra. No hay adjetivo que no se haya usado ya: uno siente que decir “inolvidable” (es decir, imposible de ser olvidable) no alcanza. Aquella selección de Carlos Bilardo, con Burruchaga, Valdano, Brown, Batista y Ruggeri, tenía un capitán que no solo jugaba: encendía, arengaba, arrastraba. Maradona fue, durante esas semanas, un país entero comprimido en un cuerpo fibroso y eléctrico. Cuatro años después, en Italia 90, volvió a hacerlo, aunque ya cargando el peso de su propia leyenda. Y estuvo a un paso de la gloria. Amado en el San Paolo, dejando en el camino a la mismísima Italia.

A partir de entonces, su vida fue un vértigo sostenido: suspensiones, regresos, destellos y caídas. Un hombre que arrastraba la suerte o la desgracia de no dejar de brillar. Que no supo o no quiso bajarse del escenario. Sería injusto juzgarlo, mucho más condenarlo por sus etapas oscuras, reducirlo al Maradona que se fue evaporando, aislado, perseguido por su propio mito, escapando de un entorno para caer en otro. Recordamos al que corría en cualquier potrero entregándolo todo, al que se atrevió a gambetear las jerarquías, al amigo de Charly García, al compadre de Claudio Paul Caniggia, al que nos convenció de que el fútbol podía ser una forma de justicia.

En cada uno de nosotros, los de su tiempo, Diego fue un espejo y una pregunta. Nos enseñó que la gloria no está hecha de pureza, sino de una extraña combinación de hambre, talento y coraje; que los sueños, a veces, se pagan caro, pero que vale la pena soñarlos. Maradona fue un deportista, sí, pero también una forma de estar vivo, una obstinación por no rendirse.

Y aunque su cuerpo ya no esté, su figura se multiplica en los relatos de quienes crecimos con él. En las anécdotas que comparto con mi hijo, que apenas lo conoció. En los debates con mis alumnos, entusiasmados por nuevos y merecidos liderazgos deportivos. En las evocaciones emocionadas de sus hazañas, de sus frases filosas y de su verdad inconmovible, que repetimos los que tuvimos la suerte de ser sus contemporáneos.

A tus 65, querido Diego, vaya un recuerdo cálido, un suspiro y una certeza: a donde quiera que estés, estás conmigo.

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