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Martha Argerich en el Palaus de la música: luna llena y tempestad

Un concierto que tiene como protagonista a Martha Argerich no podría ser otra cosa que un acontecimiento. El escenario fue el Palaus de la música en Barcelona -una absoluta obra de arte modernista diseñada por el arquitecto barcelonés Lluís Domenech Montaner-, ubicado en el barrio La ribera. La pianista nacida y formada desde en su niñez por Vicente Scaramuzza, becada para estudiar en Viena por el entonces presidente Juan Domingo Perón y devenida en una de las pianistas más importantes del mundo por su talento, osadía e irreverencia, mostró su estatus de rockstar mezcla con criatura mitológica. Martha no se encuentra sola en esta aventura que la trae por toda Europa a sus 84 años, la acompaña Nelson Goerner. La presentación forma parte de una gira a dos pianos junto al pianista argentino que dicho sea de paso, Martha apadrinó desde el momento que lo vio tocar a sus 17 años.

Distinto, en esencia, a los recitales de rock, en los conciertos de música clásica, el protocolo marca que los asistentes deben tener información sobre las piezas que van a ejecutar los intérpretes. Los programas suelen publicarse de manera simultánea con el anuncio de los conciertos. El público debe saber lo que va a oír.

En el ingreso del extravagante Palaus de la música, el programa sentencia que Martha Argerich y Nelson Goerner van a ejecutar las obras de W. A. Mozart: Sonata para cuatro manos en Do mayor, KV 521; L. V. Beethoven: Grosse Fugue, op. 134, para dos pianos; D. Xostakóvitx: Concertino para dos pianos, op. 94; M. Ravel: Ma mère l’Oye, para cuatro manos; M. Ravel: La Valse, para dos pianos.

El concierto está anunciado para las 20hs. Los asistentes estamos en nuestros lugares, por mi parte palco 7 en el segundo piso, del ala izquierda del Palaus; con vista diagonal. En el centro del escenario los dos pianos encastrados como el yin y yang. Pasan quince minutos de la hora pactada. Apagan las luces. Rompemos en aplausos. Salen del lado izquierdo del escenario, ambos vestidos de negro. Martha se sienta en el piano de la derecha, puedo ver de frente su rostro no así sus dedos en acción. Ella está visiblemente fastidiada, contrariada, ofuscada. Eso no es ninguna sorpresa. La primera sorpresa de la noche nos la da su partenaire. Anuncia por el micrófono que hay un cambio en el programa: arrancan con La gran fuga de Beethoven, no con la Sonata para cuatro manos en Do mayor de Mozart.

Empieza la tempestad. Argerich se pliega al piano como quien sabe que tiene un ancla para zafar de la tormenta y hacer pie en tierra firme. Conversa musicalmente con su cómplice y amigo mediante la Gran Fuga; ella masculla y él le responde. Niega con la cabeza mientras toca al ritmo la colina que propone Beethoven en esa adaptación para piano a cuatro manos. Se acabó la primera pieza y hay aplausos. Los pianistas se paran, saludan. Aplausos y aplausos. Se sientan juntos los dos del lado izquierdo, Ahora sí, finalmente le veo las manos a Martha.

La sonata para cuatro manos de Mozart suena a un juego de escondidas. Las manos de los cómplices y amigos del piano hacen una coreografía inexplicable; son 4 cuatro manos a una velocidad inexplicable que se va tornando soberbio. Martha parece seguir disconforme (luego podremos intuir que su piano estaba desafinado); y lo expresa con la ayudante que le da vuelta la partitura. Pasamos por el allegro, el andante y el allegretto. Cuando una de sus manos no está ejecutando ninguna nota, parecen invisibles, casi tan invisibles cuando su manos tocan a toda velocidad las teclas.

Llega el intérvalo. Más aplausos, más saludos. Se van; pero sabíamos que el programa seguía con Concertino para dos pianos en la menor de Shostakovich, el más contemporáneo de los compositores que están en el repertorio. Mientras esperamos, alguien se acerca a revisar el piano donde había comenzado a tocar Martha, parecen afinarlo. Eso puede explicar algo de su irritación.

Vuelven, arrancan con el ruso de Shosta. Nelson da el puntapié. Sigue ella. Arrasa. Todo fue magia, despliegue, vehemencia. Mientras ejecutaba el huracán Argerich, su partenaire y le sostenía la tensión con las cuerdas. Si las convenciones lo permitieran, en alguna parte de esa pieza, podríamos saltar.

Aplausos, aplausos, aplausos.

¡Ravel! Mi madre, la Oca. Todo es virtuosismo. Una insistencia en el argumento: podría ser una discusión, una súplica, alguien pierde, alguien gana; alguien se redime finalmente.

Aplausos, aplausos, aplausos.

Será momento de escuchar el Vals. Estamos dentro de la pieza, estamos padeciendo y bailando todos internamente. Hasta que algo absolutamente delirante sucede: TODOS LOS CELULARES DE LA SALA EMPIEZAN A SONAR DE LA MISMA MANERA, UN CHIRRIDO VIBRANTE. Nadie entiende muy bien que sucede: ¿es una performance de arte contemporáneo? No. Alerta climatológica. Se esperan tormentas en España. Martha Argerich y Nelson Goerner se miran sin entender nada. Dejan de tocar. Suspenden a Ravel. Los asistentes no sabemos que está pasando. Pero si hasta hace tres segundos estábamos bailando el vals con Ravel. Alguien de la sala nos avisa que son alarmas por alerta meteorológica. Nadie entiende que tiene que hacer con los celulares para que dejen de sonar. Alguien grita desde un palco ¡apaguen los móviles o no dejarán nunca de sonar!

Apagamos los móviles. Retoman el concierto. Argerich parece cargada de la energía de la potencial tempestad. Vuelve decidida a demostrar que un fenómeno natural no es más importante que Ravel y su Vals. La inminencia de la tormenta no está afuera; estuvo todo el tiempo en esta sala, sentada frente al piano. Lo hace de nuevo: arrasa.

Aplausos.

Se despiden por primera vez.

Regresan y tocan otras dos piezas a modo de “bonus track”. Desconozco qué fue lo que escuché. Martha Argerich fue la tempestad en un palacio; mientras en el cielo de Barcelona la luna llena hacía lo propio.

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