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Operación Moreno en Córdoba

En 2021, todo pasó muy rápido. Salida a cuentagotas de la pandemia, revés electoral y ultraderecha recargada 3.0 por detrás de los barbijos. Aunque nadie avizoraba que luego se aceleraría aún más, cuando un grupo de guionistas trasnochados maquinaran una serie gore en la que un panelista desquiciado que agita una motosierra en televisión iba a llegar a ser el presidente-topo de un Estado al borde de volverse parapolicial.

En ese país, que parece extraviado hace décadas, María Moreno sufría un accidente cerebro vascular e ingresaba al sanatorio Güemes, atravesaba una terapia intensiva de seis meses, salía de ese limbo con su habla afectada y con su “mano de escribir” inutilizada para, finalmente, desplomarse sobre una silla “eléctrica” que, aquí y allá, en diversas performances ―en una marcha, en un parque, rodeada de amigos― la iba a transformar en la paseante que no claudica en su recorrido por los escombros y las ruinas.

Foto: Foto: Alejandra López

¿Quién es entonces María Moreno? Uno podría decir que en breve será nuestra primera doctora honoris causa de la lengua y el oído. Y lo merece, por ser ella ese pasado con el que revitalizó la crónica periodística, pero también por proyectarse sin importancia alguna hacia el lugar que en estos convulsionados días importa: el futuro. Narradora, crítica cultural y militante feminista, promotora incansable de las hablas plebeyas y de las lenguas disidentes y minoritarias, precursora, divulgadora y agitadora de las lecturas de género en la postdictadura, Moreno ya no es un sujeto ni un nombre, es una operación, pero en el sentido de aquello que gatilla sobre el sentido común ―extremando a Walsh― o, en todo caso, como una simple ironía hiriente a plena luz del día, como la que Carlos Correa le dedicara a Oscar Masotta, su hombre, bajo la forma de un melodrama de la tarde en el que, las anécdotas patéticas y tremebundas daban cuenta de que la inteligencia solo puede ser pasión.

Pero volvamos a esa mano que yace en una bandeja de hospital y es el comienzo de La merma, su último libro. Esa mano con las uñas pintadas, pero paralizada, resto de un pasado heroico y ahora miembro fantasma en el club loco del presente, era la que producía lo barroco y lo plebeyo en una misma página haciendo convivir giros de la calle y actualidad teórica que, de los bares de los setenta y las redacciones afiebradas de los años ochenta, se mudaba a los medios digitales para atragantarnos con su cóctel de actualidad y señalar: miren que estamos cerca del black out democrático, yo esto ya lo escuché, eran las cacerolas de la comuna de Buenos Aires, allá por 2001.

Foto: Sebastián Freire

¿Cómo seguir entonces? ¿Cómo no desatender el presente si “ahora todos han muerto y de mí, queda solo la mitad”? ¿Cómo no darse el gusto de volverse icónica cuando aquello ante lo que hay que resistir es ni más ni menos que un lenguaje de la crueldad deteriorando esa metáfora de sociólogo penelopesco que nombra la red de agujeros por donde todo se nos escapa como un eufemístico tejido social dañado? Detenerse no era posible. Hacer lo mismo tampoco. Lo que siguió fue entonces la “rehabilitación” de la escritura. Esta vez, con un dedo y poco a poco. Con todo lo aprendido y con todo por aprender, hasta que una frase lograda quepa “tallada en un grano de arroz”, parece decir el lado zen en un descuido del guion con el que se filma una película clase b. Pero también ese volver como zombi-móvil de actitud punk entrada en años y con prótesis de cuatro ruedas demandó más simpleza y acidez, casi una ternura noir, el menoscabo de cualquier compasión y el cinismo necesario para llegar a verse en las vueltas que trae lo autobiográfico cuando, en verdad, la vanidad ya es cosa del pasado y el espejo hace mucho que permanece roto.

El resultado fue una Moreno que cronica su propia caída, el viaje en ambulancia sin saber qué será de ella, el coqueteo con el plan de operaciones para un suicidio encargado a conocidos de la militancia, el decir no al cuidado institucional y afectivo que en todo exceso devela lo siniestro, y, por supuesto, que da cuenta de la mirada descarnada en el parque temático “disca” donde hay que comenzar de vuelta, subida a caballito de un término que se volvería emblemático.

En La merma, uno podría leer entonces un adiós por demás intenso de tan breve. Y también una continuidad obstinada que muestra socarronamente lo que se repite sin saber muy bien qué se quiere decir cuando se dice “nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Pues bien, a veces no se sabe nada y es esa su potencia para decir lo que se dice: que en él todavía la vejez y la escritura algo pueden. Escuchar esa potencia ―tartamudeante, silenciosa, vacilante― será la clase magistral de estos días.

Foto: Sebastián Freire.
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