Icono del sitio TribuTV

Vacunas: una obligación ética, jurídica y económica frente a los negacionistas de cotillón

La discusión sobre las vacunas volvió a ocupar el centro del debate público. No por nuevos descubrimientos científicos, sino por la reaparición de viejas supersticiones recicladas en formato de “opinión”. El resultado es grave: enfermedades controladas durante décadas regresan por la caída de las coberturas vacunales. Eso no es un fenómeno místico: es una consecuencia directa de la desinformación y del activismo antivacunas, más estético que racional, que crece entre tutoriales conspirativos y consignas de cotillón.

Las cifras son elocuentes. Según organismos internacionales, las vacunas evitan entre 3 y 5 millones de muertes anuales. Además, representan uno de los instrumentos de salud pública más rentables: cada dólar invertido en inmunización puede ahorrar hasta 20 en gastos hospitalarios, días laborales perdidos y tratamientos de alto costo. Para un país con un sistema de salud tensionado, vacunar no es sólo proteger vidas, sino preservar la sostenibilidad del Estado.

Desde la perspectiva jurídica, no hay ambigüedad: la Constitución, los tratados internacionales de jerarquía constitucional y la jurisprudencia coinciden en que el Estado tiene la obligación de prevenir enfermedades transmisibles. La libertad individual jamás fue concebida como licencia para dañar a terceros; y el interés colectivo en la salud pública tiene primacía cuando una conducta privada genera riesgo social. No se trata de “autoritarismo sanitario”, sino del ABC del derecho público.

Políticamente, la vacunación es un acto redistributivo. Protege especialmente a niños, adultos mayores y personas inmunocomprometidas, que dependen de la inmunidad de grupo para sobrevivir. Cuando los antivacunas erosionan esa barrera colectiva, no sólo exponen vidas: encarecen el sistema, deterioran la educación (por brotes escolares), afectan la productividad y, en palabras simples, le pasan la factura a toda la sociedad.

Frente a esto, la agenda estatal no puede titubear: campañas masivas de información, vacunatorios accesibles, obligatoriedad del Calendario Nacional de Vacunación y sanciones cuando corresponda. La salud pública no se debate en foros conspirativos ni se delega en influencers sin formación; se garantiza con políticas basadas en evidencia.

La conclusión es clara: el derecho de los niños a estar sanos es superior a la comodidad adulta de “dudar por las redes”. La responsabilidad parental y la obligatoriedad del calendario no son imposiciones: son los pilares que sostienen una sociedad que quiere vivir, crecer y trabajar sin epidemias del pasado. La vida no se defiende con eslóganes de cotillón; se defiende vacunando.

Salir de la versión móvil