Hay un momento en el que la música habita el tiempo que le toca después. Pero ese después no necesariamente es su final sino uno de sus tantos comienzos. No llega con los instrumentos que se detienen, que se entregan al mutismo del que partieron, que son llevados por los músicos cuando la música misma se desmantela al dar un paso atrás y hacia afuera en el escenario donde se la escuchó. Más bien, ese momento del después llega por el avance de la música, por lo que en ella hay de progresivo. Por ejemplo, uno asiste a escuchar las casi dos horas de Mahler en su Segunda Sinfonía y cuenta los músicos en desproporción, se impresiona con el coro, el solo de soprano y hasta se prepara para un insondable abismo lírico que sabe que en breve tendrá lugar. Y, sin embargo, uno escucha -acaso sin querer- un pequeño rechinar del escenario, una fatal tos en la oscuridad, la vacilación del murmullo del público entre uno y otro movimiento y, a ese instante, a eso sorpresivo que aconteció, uno lo identifica como lo que es: el absoluto imprevisto que nos salva del absoluto musical. Justamente, la atención presa del después de la música, y no de todo lo anterior.
Es el drama de la música entonces lo que a veces parece terminar, o lo que a veces cumple su movimiento en cada instante de lo que escuchamos y que no necesariamente privilegia la ejecución. Ya que, por una vez, ahí mismo ese aparente instante último tiene algo de comienzo. En cualquier caso, ese después arranca cuando a sí misma la música se ha abandonado, cuando se ha despedido de sí, cuando en lo ejecutado alcanza su propio olvido. Cansada entonces la música, y en la volatilidad de su humor, ya no se escucha ni se soporta, ya no se reconoce ni se quiere a sí misma, solo se sabe extenuada. Y es su constante paradoja lo que así comienza a asomar: si se toca música se corre el riesgo de ya no escucharla. Pero, ¿qué es entonces lo que se escucha en ese después de la música? Acaso dudamos si efectivamente la música es algo hecho para ser escuchado. Acaso al llegar el absoluto imprevisto, en una revelación que salta desde lo banal, es el instante del hastío y de lo nuevo lo que por fin apreciamos. Tal vez por eso, cuando la música pierde lo que ella sabe que tiene de irónico, es que comienza a extrañar su propio humor. La música solemne, la música de presencia, la música de la escucha útil y acomodaticia, la música en despliegue que lo ocupa todo -una sala de conciertos, la proximidad de nuestro sillón, el ascensor corporativo- la música que sirve a un poder, el de los compositores y ejecutantes, eso que durante infinidad de años ha reinado en nuestros oídos como una embriaguez impuesta, es lo que ultima a la música. Ese momento del después, cuando la música es ultimación, es el momento en el que ella dice simplemente basta de música.
Por eso hay que buscar la música de Cage más allá de la música, en una especie de preparación constante para ella que siempre es después de algo: del romanticismo, del pop, de la psicodelia, de la electrónica, de la informática, de la televisión, de los excesos contraculturales, de Marshall MacLuhan y del ascetismo introspectivo. Sin duda hay que buscar la música de Cage en sus palabras, en el ritmo que le dio a cada una de ellas, como si se trataran de mónadas sonoras, abusando de tipografías, disposición, tamaño y hasta estructuración discursiva -por cierto, su guerra a la sintaxis fue el Vietnam de su época. Hay que buscar esa música también en su mutismo de la atención, una suerte de paso de danza o de comedia en donde lo que está allende la expectación de la música comienza a ser justamente la música misma, esa música de su después. También, por supuesto, en su colección de boutade geniales hay música. Mezcla de inocencia americana y de mirada puesta al Oriente por venir, o como resultado de la intoxicación europea mal asimilada, la resolución naif de algunas de sus ideas y propuestas condensa la intensidad de una revelación que, a veces, crease o no, llega por el camino de la estupidez, la que está por cierto más próxima al satori del budismo zen que de años de estudio y preparación. Y, por último, hay que encontrar la música de la exasperación que el mismo Cage sabía desmantelar y exponer en su aspiración a “una música de las ideas”. Aleatorio o indeterminado, su entusiasmo es el de un último comienzo. Y, aun así, sus descubrimientos tienen la originalidad de lo evidente que permanece oculto, aunque ni bien aparece, adquiere la obviedad de aquello que ya sabemos: “Desde hace años que los niños son artistas modernos”. Por caso, cuando Webern en sus cuartetos de cuerdas encuentra la irrupción del silencio, llega sin duda hasta donde la expansión romántica podía permitirse llegar. Lo que sigue es aprender a jugar con ello. Llena de esas interrupciones, llena de esos blancos sonoros que pueden entenderse también como bancos de arrecifes o claros de un bosque por el que se camina atento a la irrupción o ausencia de notas, las composiciones de Webern significaron el avance compositivo, la extremación de un método en el que lo emotivo y lo controlado aún pugnan; y es por eso obvio que ahí la música estaba señalando un después a interpretar, una continuidad que requería de un continuador, alguien que debía dar un paso más allá para concretar una irreverencia soberana que la vuelva audible e inaudible a la vez. Por eso mismo lo que en ello podemos leer como interrupción, rapto o simplemente ausencia de música, Cage lo leyó como el frente de una casa a la que había que habitar a la salida y en la proximidad de un bosque. Y acaso habitar del modo más despojado, en una suerte de constante espacio abierto o habitación-de-la-nada que lo llena todo pues “cada algo es la celebración de una nada que lo sustenta”.
Pero también es cierto que esa música del después no necesariamente se repite, vuelve como reiteración, tiene la capacidad de ser repuesta más allá de huir a su instante de pieza de museo. Hecha de procedimiento antes que de alguna forma reconocible, la música de Cage carece de repetición en tanto que le es imposible ser un objeto, pues es pura experiencia. Vale sí como acontecimiento, como eso que también él propició en instalar cual hecho y palabra, es decir, vale como happening. La música, lejos del pasado y sin importancia en el futuro, es lo que pasa. Pero lo es en tanto que aventura musical.
Durante años el azar ha sido aquello que propició el surgimiento de una finalidad, llamémosla historia, filosofía, capitalismo; sea como sea esas palabras quisieron ser el olvido del azar, quisieron convencernos de ello y de que era posible doblegarlo. Cage no hizo mas que traerlo como conciencia al día a día para justamente aniquilar la conciencia, ya que “nuestras intenciones hacen casi insoportable vivir”. Previo a ello, Mallarme decía que un golpe de dados jamás abolirá el azar, como si extremar la fatalidad nos aliviara al comprenderla, al saber a qué renunciamos; pero para Cage el azar regía nuestros ínfimos movimientos en una fascinante propedéutica a atender, y de eso no había escapatoria, más bien lo que nos esperaba era un paisaje en el que el movimiento de una nube tenía una incidencia directa en nuestras vidas, acaso más importante que el quiebre de un banco, la caída de la bolsa de valores o el fin de una guerra. ¿Cómo desentenderos de él entonces? Pues con el procedimiento mismo del azar. Una tirada de I-Ching no terminará con él, pero a diferencia de Mallarmé que gran parte de su vida se vio paralizado en la especulación, hará más llevadera nuestras vidas que fluirán al ritmo de las sucesivas transformaciones que por nada del mundo podemos manejar.
Como Satie, Cage no entendía la música como un objeto, sino que más bien pretendía que en ella participemos de una atmósfera, contemplemos un paisaje. La misma inocencia americana, que un siglo antes un escritor como Henry James denostara hasta el cambio de nacionalidad en procura de cultura por sobre la propiedad de bosques, ríos, montañas y desiertos que le eran indiferentes, pues bien, ese ímpetu americano por lo que aun corre delante de cualquier nombre, propiciaba ese tipo de escucha en el que la música debería irrumpir, debía desplegarse e irse como acaso lo hace una tormenta sobre el cielo de La Florida. Sólo había que atender a lo próximo: “Los indios descubrieron hace mucho que la música seguía sonando permanentemente, y que escucharla era como mirar, a través de una ventana, un paisaje que no dejaba de existir cuando uno le daba la espalda.” De ese modo, profundizar ese paisaje significaba renunciar a la vieja relación entre música y razón, acaso el fundamento mismo de Occidente. Cuando Cage deja de lado las “relaciones” entre armonía o contrapunto, cuando renuncia a la convención musical de que escuchar es “presuponer que estoy reconociendo relaciones”, está tal vez proponiendo una poética radical, la que como punto de partida sostiene que “la función del arte es imitar a la naturaleza en su modo de obrar”. Por supuesto que no se trata de una mimesis de los objetos, sino de las leyes ingobernables que los impulsa, y a las que solo accedemos por un camino tan incierto como el camino que puede trazarse sobre el agua. Pero por eso mismo, el orientalismo es mucho mas que una ola a la que sumarse en su impulso. Así como Thoreau veía una huida necesaria hacia el oeste, y Walden fue su primer paso para escapar del espíritu americano que solo puede pensar el futuro en los objetos de uso: más ciudades, más trenes, más dinero, más consumo, más basura y por lo tanto más realidad para la pesadilla capitalista, Cage también creía en la necesidad de que el después de la música sea el fin de “la distinción entre Oriente y Occidente”, de igual modo que “algo parecido sucede con la distinción entre el Yo y el Otro” que en toda composición produce un abismo infranqueable. Por supuesto, su primer paso se orientó entonces hacia “el abandono del control”, y eso significó el impulso para saltar ese abismo.
En un texto sobre Duchamp, en donde Cage prioriza el método antes que el objeto al señalar que “una manera de componer música es estudiar Duchamp”, uno puede en un primer momento creer que más allá del procedimiento nada importa, ya que éste tiene la impronta de un objeto en sí, es una joya en la corona de la genialidad que brilla por sobre la instrucción que dicta; y sin embargo, en el abandono del control, que en piezas como Music of Changes llega al extremo cuando incorpora los 64 hexagramas del I-Ching para la estructuración compositiva que trabaja sobre una tabla de duración y amplitud, lo que en realidad importa en esa celebración de lo incierto es de qué modo, aun por encima del proceso mismo, lo que se vuelve relevante a la escucha es el sonido, el sonido que para Cage, a esta altura y luego de múltiples experiencias, por supuesto es un objeto preciado. “Recuerdo haber amado el sonido antes de haber recibido una lección de música”, “Encontré que me gustaban los ruidos incluso más de lo que me gustaban los intervalos”, “Y me imagino que a medida que la música contemporánea siga cambiando del modo en que la estoy cambiando yo lo que se hará cada vez más será liberar por completo los sonidos de las ideas abstractas que se tiene de ellos y dejarlos ser”, “Un hombre es un hombre y un sonido es un sonido”; declaraciones como estas, en entrevistas, conferencias, proferidas en fiestas o en conciertos, hacen de Cage un genio que actúa de sí mismo. Ese actuar, otra forma de burlar la comunicación que se le demanda al arte, lo llevó también a oscilar entre la inteligencia y la provocación. Si hay una pieza escandalosa, en donde ese escándalo juega en contra de la inteligencia al eclipsarse tras restos de un dadaísmo en ruinas, es sin lugar a dudas 4´33”. David Tudor sentado al piano, cerrando y abriendo la tapa de este como señal de comienzo y fin para los tres movimientos de una pieza silenciosa, era apenas la realización de una idea que Cage perseguía hace tiempo. En busca entonces de un silencio absoluto lo que encuentra es la unión de opuestos que, desde los materiales mismos con los que venía trabajando, le permite lograr una síntesis de procesos diversos. El resultado fue un concierto en el que durante el primer movimiento se escuchó el viento soplar afuera de la sala, en el segundo, gotas de lluvia que repiqueteaban en el techo, y al final, la incomodidad de quienes se levantaban y se iban por lo que presuntamente era una broma de mal gusto ignorando que, en realidad, por detrás de ese gesto había un camino estético y filosófico que, desde el comienzo hasta ese momento, se justificaba en afirmaciones como la siguiente: “Ningún sonido teme el silencio que lo a-paga. Y ningún silencio existe que no esté cargado de sonido”. Pero también es cierto que en ese concierto es posible leer el fin de una larga modernidad que, dejando de lado la genialidad de cualquier autor, reclama transformar la vida en arte, y que se lo reclama -como ya Baudelaire lo hiciera con su lector- a un espectador al que le recuerda que “quien experimenta una obra de arte es igual de culpable que el artista”. Tal vez por eso Cage jamás se detuvo solo en los conceptos, sino que avanzó hacia ese punto en el que lo que importa es la perspectiva; como un clásico del renacimiento supo ver que lo que viene después de toda experiencia es el modo en que la integramos a lo más inmediato: nuestra vida. Como los cheques-broma, su Mona Lisa con bigotes, un sombrero con notas musicales o un vidrio trizado e incompleto pero abierto al porvenir, Cage supo que “todo lo visto -todo objeto, es decir, más el proceso de mirarlo- es un Duchamp”. Y sin duda él lo fue en la música.
Tal vez por eso bajo cada pieza compuesta, en cada conferencia, en cada imagen y en cada frase que se repite hasta el cansancio, en definitiva, en cada performance, es aún posible oír, en lo que dijo y en lo que interpretaron de él, una apuesta por lo anecdótico. Como si en esos gestos azarosos residiera el matrimonio del cielo y el infierno que arte y vida desde hace tiempo reclaman, la vida del propio Cage fue cambiando a medida que su música se fue olvidando de la música; pero a su vez, su música se fue adaptando a la exigencia de ser un campo de pruebas para los diversos métodos que buscaban “una experiencia sonora casual”. Three Dance, A Book of Music y The Perilous Night tal vez no existirían de no ser porque Cage trabajaba con su intuición anteponiéndola a cualquier obstáculo. Urgido por componer para un ballet, intentando hacerlo sin percusión, condenado al piano como único recurso, musicalizar Bacchanal, de Syvilla Fort, le significó encontrar el después mismo de la música: “Estuve un día entero tratando de encontrar una secuencia dodecafónica africana. No hubo caso. Descubrí entonces que el problema no era yo: era el piano. Me propuse cambiarlo”. Lo que sigue se conoce como el nacimiento del piano preparado, una intervención en el corazón de la música -al menos la que ha sido hegemónica desde mediados del siglo XVIII y hasta los años 30 del siglo pasado. Tuercas, tornillos, clavos, tacos y cuanta serie de objetos sea pertinente depositar entre las cuerdas del instrumento hacen a una sonoridad que, en la invención azarosa, en “la emoción que brinda el descubrimiento continuo”, deja oír una serie de singularidades que nunca terminan: “La primera vez que ubiqué objetos entre las cuerdas fue con la intención de poseer ciertos sonidos. Sin embargo, cuando la música dejó mi hogar y empezó a pasar de piano en piano y de pianista en pianista, quedó en evidencia no solo que todos los pianistas son esencialmente distintos, sino que lo mismo ocurre con los pianos. En lugar de posibles repeticiones, en esta vida cada instancia nos presenta cualidades y características únicas”.
De la búsqueda de un sonido a la vida misma como paisaje sonoro lo que cambia no solo es la música, sino el alcance de nuestra relación con ella. Ni meramente decorativa, ni mucho menos una especulación puramente conceptual, la música de Cage podría pensarse como un materialismo espiritual, y en extremo, como un silencio sonoro, o por qué no, como una presencia evanescente que nos introduce en “el verdadero mundo en que vivimos”. Obsesionado con ello no dudó en afirmar: “si quiere que le diga la verdad sobre el asunto, la música que yo prefiero, incluso para mí mismo o para cualquier otro, es la que oímos si, sencillamente, nos quedamos quietos”. Ingenioso, infantil, provocador y a la vez reservado, enamorado de si mismo y dispuesto a olvidarse en el silencio que está después de la música, Cage comenzó su diario, Cómo mejorar el mundo (solo empeoraría las cosas), señalando: “Vamos dejando la / propiedad, para pasar al uso. / Empezando por las ideas. ¿Cuáles podríamos / adoptar? ¿Y cuáles abandonar? / Desaparición de la política de poder. Ninguna / medición”. En esta primera entrada, lo que sorprende como un mantra a repetir es justamente la borradura que propiedad y uso experimentan, acaso como si en ello se cifrara el camino por el cual regresar a ese momento perdido en el que la vida no era otra cosa que su puro gasto, en el que no era otra cosa que la afirmación de un acto sin finalidad, el que sin temor se extenúa por el solo hecho de haber sido otorgado, y porque sabe que lo que le espera es su extravío. Ese mantra a repetir era justamente un mandala en el agua, de leer algo en el, leeríamos lo siguiente: “El piano preparado, las impresiones que recibí de la obra de artistas amigos, el estudio del budismo zen, mis excursiones en campos y bosques en busca de hongos: todo eso me ha llevado a disfrutar las cosas tal y como son, como suceden, más que como se las posee, mantiene o fuerza a ser”. La música entonces fue acaso una excusa para que simplemente advenga su después.
