Córdoba

Stalker

mientras aprendo a vivir, voy aprendiendo a morir”

(Carca, 2025)

A instancias de un editor demasiado ansioso uno comprende que, si todo acto narrativo es en primeras instancias una apuesta en contra de quedar como un boludo (otra vez) y toda empresa para contar un cuento corre el riesgo de aburrir –o aterrorizar-al chico antes que se duerma feliz, hacer la historia, elegir y articular acontecimientos en una trama, puede ser el camino más corto para hallar la muerte.

El pasado se corrige, se repite, se recicla mucho más frecuentemente de lo que preferimos saber. Es en buena medida un terreno fangoso y con estructuras carcomidas, que uno puede suponer razonablemente, no duraran mucho tiempo en ser reemplazadas por otras no menos frágiles, en todo caso, componen algo así como un campo de batalla abandonado por ejércitos extintos, el paradigma de los espacios peligrosos, misteriosos.

Además de predestinado a ser recorrido exclusivamente por aquellos que tienen ya muy poco para perder: Quienes lo odian y procuran destruirlo atenazados por la frustración de no poder conocerlo acabadamente, terminando con todos sus arcanos, o los suicidas inconsecuentes, buscando otro motivo para abonar una decisión que los persigue grotescamente, y finalmente el Stalker, un personaje que por resignarse a todas las disfuncionalidades del presente, es quien más se acerca a disfrutar de las contingencias interminables que habilita.

El pasado es un lugar hostil para encarar algo así como la existencia humana por estar envenenado por odios despersonalizados, fosilizados, las plantas, el viento y el agua están allí porque seguramente lo desprecian, circulando y medrando sin tenerlo en cuenta como dimensión necesaria de su existencia, Andrey Tarkovsky lo presenta usando una usina hidroeléctrica abandonada, sucesión de escenarios contrastantes, arbitrarios, con el único punto en común de representar el desasosiego y la repugnancia sobrevenida de la imposibilidad de deshacerse del miedo.

Del pasado como región solo se puede aprender y por ello cambia constantemente huyendo divertidamente de sus perseguidores, sus hermeneutas, adopta todas las señas del desafío impertinente, desmesurado, se comunica a través de trapacerías desorientadoras que obligan a una sola cosa, preguntarse por uno mismo que es lo mismo que interrogarse por todo. Si el Stalker es cauto y -sobre todo- quiere llevarse a sus dirigidos vivos y en una sola pieza de vuelta desde esta zona a los terrenos predecibles de las convenciones más absolutas, haría bien en insistirles que hablen en voz baja y lo menos posible (es un lugar para escuchar y ver), no toquen nada desafiando ordenes rigurosos que no pueden comprender, y especialmente, actúen con sinceridad como única táctica de supervivencia.

El pasado está cercado y su perímetro vigilado estrictamente, por guardianes tan celosos de la totalidad exterior, como precisamente informados de las potencias trascendentes que guarda bajo el concepto de infinito. Temen, con mucha razón -como todos los gestores del presente y martilleros de lotes de futuro-, que el desborde de lo que creen pueden contener, disuelva más pronto que tarde lo que concuerdan en totalizar.

Como fenómeno proyectado a la luz bajo la inspiración de esta consistencia inquietantemente dantesca, el pasado como ser se captura narrativamente; Así lo vislumbro Joyce cuando decidió abordar agitadamente algunas de las aristas más agudas del flujo de conciencia de sus impasibles personajes, refiriéndolo: “Mi infierno y el de Irlanda están en esta vida…la historia…es una pesadilla de la que estoy tratando de despertar”.

Antes de conjugar fatalmente los temores del principio, conviene aclarar que el pasado solo se realiza narrativamente como aventura colectiva, comunitaria, de poco sirve transitarlo solo, ya que no ofrece una lección para cada uno, sino una chance de entenderse mejor percibiendo las reacciones de los demás frente a su peso aplastante e irremisible. El pasado se comparte como herencia y obligación, con muertos y vivos, con amigos y enemigos, allí las diferencias se difuminan hasta desaparecer y el hablar de uno es el de todos, las performances y audacias no existen cuando todo representa una lucha fatal por entender, allí radica la sabiduría del Stalker, guía sin comprender adónde va, intuye y siente que debe hacer algo que todos repugnan solo para respetarse a él mismo y vuelve al presente solo para llevar a su hija a pasear por los bordes de la realidad que los condena a ambos.

Para terminar, el pasado no necesita defensores ni detractores porque no tiene origen y no tendrá un final, es una zona, un territorio que necesitamos para sobrevivir improvisando un sentido, arrastrándonos desesperadamente hacia esa otra salida que planteará otra disyuntiva, otra decisión, en otro escenario más imposible que el que se supone estamos abandonando ahora.

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