Córdoba

Argentina, dos años después: el ajuste que dolió y el país que empieza a despertar

Hay momentos en la vida de una nación que son auténticos puntos de quiebre, instantes en los que todo cambia. Los argentinos solemos decir que estamos “acostumbrados a las crisis”, pero la realidad es que hasta hace dos años vivíamos en un estado de deterioro constante que ya se había vuelto parte de la identidad nacional. La inflación galopante, los salarios licuados, la pobreza estructural, un Estado que gastaba más de lo que recaudaba y un sistema político que parecía incapaz de revertir el rumbo, nos habían condenado a la decadencia permanente.

Ese era el punto de partida. Y no se trata de una opinión: los datos explican por sí solos el tamaño del problema. En 2023, la inflación anual alcanzó el 211,4%, la más alta desde la hiperinflación, un número que nos ubicaba entre los países con mayor descontrol de precios del planeta. En diciembre de ese mismo año, la inflación mensual llegó al 25%, y en enero de 2024 marcó un 20,6%. La inflación no solo era alta: era un régimen. Era la forma de funcionar de la economía.

Al mismo tiempo, el déficit fiscal había dejado de ser una anomalía para convertirse en un estilo de gestión permanente. Durante años, el Estado gastó sistemáticamente más de lo que ingresaba, financiándose con emisión o deuda, alimentando un círculo vicioso que siempre terminaba explotando. Para agravar el cuadro, la pobreza afectaba al 41,7% de los argentinos a finales de 2023. Dicho con crudeza: casi la mitad del país era pobre antes de que empezara el ajuste.

Eso explica por qué el nuevo gobierno decidió romper de una vez con un modelo agotado. El shock no fue un capricho ni un exceso ideológico: fue la respuesta a una economía que ya no tenía margen de maniobra. Y así llegó la terapia de emergencia: devaluación, sinceramiento de precios, recorte profundo del gasto, eliminación de subsidios, congelamiento de obra pública y una regla fiscal que sonaba a ciencia ficción en la Argentina: déficit cero y emisión cero.

El costo social de ese sinceramiento fue inmediato y brutal. La inflación, en los primeros meses del programa, se disparó en términos anualizados a niveles cercanos al 300%, producto del reacomodamiento de precios relativos y del arrastre inflacionario previo. Para las familias argentinas, ese período fue devastador: los salarios reales se desplomaron y la actividad económica cayó con fuerza. No es casual que, tras la devaluación, la pobreza saltara al 52,9% en la primera mitad de 2024. Fue una herida profunda, una marca que todavía duele.

Pero la economía tiene una lógica implacable: cuando se corrigen los desequilibrios, los costos llegan primero y los beneficios después. Eso fue exactamente lo que pasó.

El programa empezó a mostrar resultados visibles antes de lo que muchos analistas esperaban. La inflación, que parecía imposible de domar, comenzó a descender de manera sostenida a partir del segundo trimestre de 2024. Ese año cerró con una inflación de 117,8%, es decir, casi 100 puntos menos que el año anterior. Y la tendencia se profundizó en 2025: en enero, la inflación interanual había bajado al 84,5%, con un ritmo mensual que se estabilizaba en el rango del 2% al 3%, niveles impensados apenas un año antes. Hacia mediados de 2025, organismos como el Banco Mundial confirmaban que la inflación mensual se sostenía cerca del 2%, marcando el paso definitivo de un régimen de inflación explosiva a uno de inflación controlada.

El otro gran triunfo técnico, quizás menos visible pero más determinante, fue el orden fiscal. En 2024, la Argentina logró lo que no conseguía desde hacía tanto que parecía una fábula: un superávit financiero, es decir, que los ingresos alcanzaran para cubrir todos los gastos, incluyendo los intereses de deuda. El superávit financiero se ubicó en torno al 0,3% del PBI, mientras que el superávit primario alcanzó el 1,8% del PBI. Y no fue un destello aislado. En los primeros diez meses de 2025, el superávit primario acumulado alcanzó el 1,4% del PBI, confirmando que el equilibrio fiscal no era un golpe de suerte, sino un cambio de régimen.

Con inflación a la baja y cuentas ordenadas, la economía comenzó a dar señales tímidas, pero concretas, de recuperación. Aunque el PBI cayó alrededor de 1,7% en 2024, hacia el cuarto trimestre de ese año ya se observaba un crecimiento interanual cercano al 1,7%, marcando el fin de seis trimestres consecutivos de retroceso. Y el 2025 directamente sorprendió: en abril, la economía creció 7,7% interanual, una cifra que indica que el rebote no era solo estadístico, sino real. El FMI proyectó un crecimiento aproximado del 4,5% para 2025, con una inflación anual prevista de alrededor del 41%. Los analistas más escépticos empezaron a admitir que la economía no solo se estaba estabilizando: estaba despertando.

Pero incluso en la recuperación aparece el dato más complejo, el más sensible, el que menos se puede endulzar: la pobreza. Después del salto al 52,9% durante el impacto inicial, la pobreza empezó a descender a medida que la inflación bajó y la actividad rebotó. En la segunda mitad de 2024 cayó a 38,1%, y en la primera mitad de 2025 llegó al 31,6%, su menor registro desde 2018. Esta tendencia, aunque positiva, no borra el dolor del golpe inicial ni la desigualdad que todavía persiste. Pero sí demuestra que el proceso empezó a revertir la destrucción social de los meses más duros.

En este punto conviene hacer una pausa. Porque más allá de los gráficos, de los porcentajes y de las proyecciones, hay una realidad emocional que atraviesa al país. Estos dos años fueron un torbellino. Hubo frustración, miedo, enojo, angustia. Hubo familias que la pasaron mal y sectores que sintieron que el suelo desaparecía bajo sus pies. Y aun así, de alguna manera, la sociedad siguió adelante. Porque, aunque nadie lo diga en voz alta, existe una intuición colectiva que se impone sobre el dolor: lo peor ya pasó. Se trata de un cambio que no se mide solo con estadísticas: se mide en el ánimo.

Ese cambio anímico tuvo, además, una traducción política contundente: las elecciones legislativas de octubre. Allí quedó claro que, pese al dolor de los primeros meses, una mayoría significativa eligió ratificar el rumbo y enviar un mensaje directo: al pasado no se quiere volver. El voto de confianza no fue un cheque en blanco, pero sí una señal inequívoca de que la sociedad entendió el costo del sinceramiento y decidió apostar porque ese sacrificio tenga sentido. Fue, en términos simbólicos, la confirmación de que la gente percibe que el esfuerzo empieza a valer la pena.

Esto no significa que todo esté resuelto. Ni de cerca. Falta que los salarios se recompongan de manera sostenida, falta que el empleo formal vuelva a crecer, falta que la recuperación llegue a los más vulnerables, falta que la inversión privada acelere y falta, sobre todo, que el país sostenga este orden macroeconómico por más años que meses.

Pero por primera vez en mucho tiempo, la pregunta dejó de ser “¿cuándo explota esto?” para convertirse en “¿seremos capaces de mantener este curso el tiempo suficiente como para ver los frutos?”. Y en esa pregunta se esconde la clave del futuro argentino.

Porque la economía, al final, es un sistema de incentivos. Y cuando los incentivos empiezan a alinearse —cuando el Estado deja de consumir más de lo que puede, cuando la inflación deja de devorarlo todo, cuando la inversión tiene sentido, cuando el esfuerzo individual vuelve a ser premiado—, entonces la sociedad responde. Lentamente, sí. Con heridas todavía abiertas, también. Pero responde.

Quizás ahí esté lo más importante de estos primeros dos años: el país dejó de mentirse. Se terminó la ficción de que se puede vivir del déficit eterno, de la emisión infinita o del Estado dadivoso. La realidad golpeó fuerte, pero abrió una puerta que hacía décadas estaba cerrada: la posibilidad de un crecimiento genuino.

Nadie puede garantizar que el camino hacia adelante sea fácil. No lo va a ser. Pero, por primera vez en mucho tiempo, existe la sensación —todavía frágil, todavía incipiente, pero real— de que Argentina puede volver a levantarse. De que el sacrificio no fue en vano. De que las bases están puestas.

Y, sobre todo, de que lo peor ya quedó atrás. Lo que viene dependerá de la madurez colectiva para sostener el rumbo, pero si algo enseñaron estos últimos dos años es que, cuando la verdad se impone sobre la fantasía, el país empieza a despertar.

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