De las estancias jesuíticas al cuarteto
Hay momentos en que una cultura local se vuelve visible ante el mundo. Que un determinado acontecimiento, la hace trascender. Aquí nomás, en casa, a la vuelta de la esquina, vivimos dos de esos instantes decisivos, separados por un cuarto de siglo, que no solo hablan de su historia sino también de su capacidad para proyectarla.
En el año 2000, en la lejana Cairns (Australia), la UNESCO declaró Patrimonio Mundial de la Humanidad a la Manzana Jesuítica (emplazada en el centro de la ciudad capital) y a cinco Estancias Jesuíticas ubicadas en las sierras cordobesas, construidas entre los siglos XVII y XVIII reconociendo su valor como conjunto arquitectónico, educativo y religioso singular.
En este 2025, desde Nueva Delhi (India), el organismo volvió a mirar hacia la ciudad de Córdoba para incorporar al cuarteto en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Como el tango, el chamamé o el candombe rioplatense. Tuvo en cuenta su arraigo, su función transformadora, su aptitud para transmitir prácticas por generaciones, su capacidad de adaptación y su trascendencia, entre otros factores.
Dos declaraciones que parecen pertenecer a mundos diferentes, empujadas de manera mancomunada y profesional, anteponiendo el objetivo a las personalidades. Dos manifestaciones que se complementan dialécticamente, conformando un arco coherente.
La inscripción del legado jesuítico en 2000 se basó en criterios como: autenticidad arquitectónica, integridad del conjunto, capacidad para testimoniar un sistema que moldeó buena parte del territorio colonial. Se trata de un patrimonio material que exige conservación física, mantenimiento especializado, planes de manejo y continuidad institucional. El proceso implicó trabajo académico, relevamientos, inventarios, normativa específica y la conformación de equipos profesionales dedicados a la gestión del sitio: arquitectos, arqueólogos, historiadores, archivistas, conservadores y especialistas en manejo de bienes culturales. Esa profesionalización, consolidada en el propio Estado, con acompañamiento universitario y de la sociedad civil, marcó un estándar regional.
Veinticinco años después, la inclusión del cuarteto como Patrimonio Cultural Inmaterial volvió a situar a Córdoba en el mapa internacional. A diferencia del patrimonio material, aquí lo esencial no es la preservación de objetos o edificaciones, sino la continuidad identitaria.
La UNESCO evalúa criterios distintos: que la tradición esté viva, que articule sentidos entre diferentes estratos y que existan planes de salvaguardia en los que las comunidades sean protagonistas.
La candidatura del cuarteto, impulsada por la Municipalidad de Córdoba, sumó a un largo proceso en el que se incluyó su reconocimiento legislativo como género folklórico, su incorporación en la enseñanza primaria municipal, la declaración de patrimonio inmaterial local, la realización de numerosos talleres de trabajo durante antes de la remisión del proyecto a la Comisión Nacional Argentina de Cooperación con la UNESCO (paso necesario para que la propuesta llegue al organismo internacional), y la generación de informes técnicos sobre bases establecidas por el propio organismo. La conservación del acervo, en este caso, se vincula a políticas públicas, investigaciones multidisciplinares y diversas formas de interacción y apoyo a quienes son agentes protagonistas del movimiento o espacio cultural identificado.
Si la manzana y las estancias jesuíticas consagran el pasado, el cuarteto certifica la potencia cultural del presente (con inmejorable futuro). Pero ambas declaraciones revelan un rasgo integrador: Córdoba no solo posee patrimonio, sino la capacidad institucional, técnica y humana para gestionarlo. Además de contar con los activos culturales hoy reconocidos globalmente, posee equipos especializados en arquitectura, restauración, antropología, historia, musicología, gestión cultural y documentación; universidades que acompañan en todas estas materias; instituciones culturales que sostienen procesos de largo plazo; y con un Estado que ha sabido articular estos recursos, incluso en distintas gestiones, para cumplir los estándares internacionales de UNESCO.
Muchos territorios tienen el acervo; pocos poseen la estructura para convertirlos en patrimonio común de la humanidad.
Dos patrimonios, una identidad
La Córdoba jesuítica muestra vestigios de la versatilidad de quienes hicieron de aquella pequeña aldea, una ciudad universitaria. El cuarteto, por su parte, ensambla las tradiciones migrantes internas y externas, de vastas comunidades atraídas no solo por la potencia cultural cordobesa, sino también las oportunidades que en tanto polo de progreso ofreció, en el campo y en la ciudad. Es la misma Córdoba que explotó demográficamente y deflagró en decenas de productos culturales que la singularizaron en la segunda mitad del siglo 20: el folklore o el rock, con sus múltiples circuitos y sus Festivales; el humor, con sus producciones emblemáticas (por mencionar una, la revista Hortensia); su literatura, con generaciones forjadas entre corridas, remansos y sobresalientes autores (de Filloy a Andruetto; de Salzano a Schmucler, para mencionar algunos) o editores; sus medios de comunicación, con puntos altos en materia oral y escrita, solo para referir unos pocos testimonios.
En ese espacio pudo afirmarse la creatividad popular, la combinación de tradiciones, la potencia de una amplia y diversa clase trabajadora que insufló vitalidad, en constante reinvención. La UNESCO no viene sino a engarzar eslabones de una historia sólida en la que Córdoba aparece simultáneamente como memoria viva y como presente -o futuro- promisorio.
La vieja Docta cultivó históricamente un temperamento dispuesto a desafiar lo dado, un rasgo que se advierte tanto en el legado jesuítico como en el cuarteto. El proyecto educativo y productivo de los jesuitas fue, en su tiempo, una apuesta innovadora que buscó pensar soluciones propias desde un territorio periférico, con modelos propios de organización (incluso social). Del mismo modo, el cuarteto nació como un refugio de sectores populares que encontraron en la música un espacio de coincidencia y resistencia. Ambos procesos, separados por siglos, parecen manifestaciones de una misma corriente local: la capacidad de generar formas propias, incluso cuando estas cuestionan a las estructuras establecidas.
Está claro que tenemos mucho valor para ofrecer al mundo; también la madurez institucional y comunitaria para cuidarlo. Que esta buena nueva sirva, además, para reanimarnos, en tiempos difíciles. Y, mientras lo disfrutamos, no perdamos de vista que resta un largo siglo 21, para seguir buscando y encontrando más tesoros culturales que mostrar.