Género en el gobierno de Javier Milei: un modelo atravesado por la violencia estructural
Han transcurrido dos años desde que Javier Milei asumió la presidencia de la Argentina, y sería desmedido e incorrecto atribuirle a él o a su gobierno la persistencia en el presente de todos los males que derivan de la violencia de género. Aunque sabemos y entendemos a la violencia de género como un emergente de desigualdades históricas y estructurales, podemos advertir que se pavonea con especial ahínco y desfachatez en contextos de “gobiernos de derecha”. Pero no son estos grupos de poder su causa, sino su consecuencia.
Los diferentes feminismos se han esforzado por dar cuenta del modo en que los machismos son la simiente que explica, no sólo la brutalidad de hechos contra los cuerpos feminizados, sino también las más variadas formas de violencia social e incluso la re-emergencia cíclica de formas legitimadas y legalizadas de estas violencias.
Sabemos que el machismo como forma de exclusión y agresión construida a partir de la diferenciación social, con base en la experiencia sexo-genérica y erótico-afectiva, se hermana complacientemente con otras formas de segregación social, como el capacitismo, el racismo, el especismo, el edadismo y el clasismo. Todas estas maneras de excluir, discriminar y dominar a otros están construidas en base a distintas formas de crear diferencia social y jerarquizar a las personas. Enunciadas así, una tras otra, y conteniendo el aire, parecen más un trabalenguas indescifrable de nuevas moralidades que la posibilidad cierta de nominar las experiencias dolorosas que nos provocamos y que se han hecho visibles tras años de luchas de diferentes grupos y movimientos sociales presentes principalmente en las calles y en menor medida, pero con fuerza, en los ámbitos académico-intelectuales.
De aquí la importancia de la interseccionalidad para poder entender los efectos de la superposición de estas formas de segregación social. Ya que ninguna de ellas es totalmente independiente de las otras.
Así que la violencia de género como efecto de la degradación de las personas por su identidad, expresión u orientación sexo-genérica, se expresa sin tapujos en una sociedad que ha perdido el asombro ante la irracionalidad de producir la muerte por estos motivos.
A todo esto, se le suma la consolidación del neoliberalismo como paradigma político-económico que busca privilegiar la rentabilidad del sector privado por sobre el bien común, minimizando lo público. Ante la impugnación hacia la clase política por su indiferencia, ineficacia y la aparente única ambición de extraer beneficios personales, todas las luchas sociales por visibilizar aquellas formas de segregación social y sus penosos efectos han quedado atrapadas en el sancocho del estado y la gestión de lo público. Se percibe a todos los colectivos y sus consignas de lucha como cómplices de las peores postales de la clase política. Así que ninguna de estas resistencias a la naturalización de la violencia es audible. Ya nadie quiere, ni puede escuchar.
El desencanto y fracaso de los sistemas de representación política se llevaron puesto las políticas públicas para concientizar y visibilizar la violencia de género. Una violencia que no sólo se presenta como un modo relacional entre las personas, sino que además es constitutiva junto a otras violencias de las sociedades en las que vivimos y, mal que nos pese, de los gobiernos que nos tocan.
Esto no significa por supuesto eximir de responsabilidades cívicas a un gobierno que, alienta, promueve y provoca distorsión, con cierres de ministerios y un jefe de estado que exhibiendo ignorancia y autoritarismo en un Foro Económico Mundial en Davos -en enero pasado-, afirmó sin tapujos que en sus versiones más extremas la ideología de género constituye lisa y llanamente abuso infantil. Son pedófilos (…). Descalificó de este modo incluso, las aspiraciones de aquellas personas que no acuerdan, por su sistema de creencias, con algunas de las premisas materializadas en las conquistas legales con perspectiva de género de las últimas décadas. Ya este posicionamiento del presidente había sido evidente atrás cuando al momento de hablar del estado y la política, además de la paradoja manifiesta de que él mismo aspiraba a un cargo político en el estado, usaba metáforas donde la pedofilia se hacía presente con sorna evidenciando una preocupante falta de conocimiento sobre la materia, entre otros problemas notorios: Nuestro verdadero enemigo es el estado. El estado es el pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina y los políticos son los que ejecutan el estado, dijo entonces.
Con la misma liviandad, propuso a comienzos de este año, eliminar la figura del femicidio, argumentando a favor de un tratamiento igualitario entre varones y mujeres. Nuevamente, además de la torpeza de razonamiento y el desconocimiento del proceso legal, se repite la impunidad de la escenificación de la violencia de género sin pruritos, ante un sistema judicial sin muchas convicciones para anoticiar al jefe de estado al respecto de su impericia.
Es decir, aún en la perplejidad que nos provoca todo lo que puede decir o hacer el actual presidente, lo cierto es que da cuenta de un estado de situación social e institucional del que sería extraño que no hubiera emergido un liderazgo nacional de esta naturaleza. Los episodios más crueles del fenómeno social de la violencia de género que son los femicidios, transfemicidios, travesticidios y los abusos sexuales contra las infancias suceden ante una sociedad que se espanta de forma espasmódica y sigue scrolleando los eventos, una clase política que twittea y no debate, y corporaciones empresariales que nos ofrecen distracción a cambio de tiempo vital.
A partir de 2014 se elaboran registros públicos de la cantidad de femicidios y travesticidios/transfemicidios cometidos por año. Desde entonces la cifra anual no bajó de más de dos centenares de personas asesinadas por motivos de género. En lo que va de este año ya se han producido 231 muertes violentas por cuestiones de género.
Afirmar que un gobierno de derecha es efecto y no causa de la violencia de género estructural, no priva por supuesto de analizar los vínculos y continuidades que se establecen entre los diferentes actores. El caso del doble femicidio perpetrado en Córdoba por el empresario uruguayo Pablo Laurta, fundador de la organización masculinista “Varones Unidos”, contra Luna Giardina y Mariel Zamudio, transparentó relaciones políticas, inoperancia judicial y falta de medidas preventivas de protección hacia las mujeres, hacia otros colectivos sexo-genéricos y hacia las infancias. El grito desesperado de auxilio de Luna Giardina durante años exigiendo protección, sólo resultó en redes informales de cuidado entre la vecindad, sus amistades y familia, y demostró que el botón antipánico llega cuando la relación vincular está ya marcada por la agresión, donde todo luego puede suceder. De hecho, en este caso se manifestó lo que se ha comprobado estadísticamente: que muchos de los femicidios, travesticidios y transfemicidios están precedidos por años de denuncias inconducentes. Del mismo paño cultural que produce estas masculinidades sólo resultan dos salidas: la muerte o el punitivismo. Algo que los feminismos vienen advirtiendo y clamando por la generación de otras alternativas. Claro que cuando ya es muy tarde, los hechos que suceden no sólo representan una tragedia familiar para cada persona implicada, si no que se adicionan a una tragedia histórica invisible de miles de víctimas de la violencia machista. Además esto se retroalimenta con un exhibicionismo patético de otras formas de machismo: fuerzas especiales trasladando al detenido, políticos que ostentan promesas y hacen usos electorales del caso y una maquinaria judicial que recién se moviliza después de haberse distraído en maniobras formales, tan poco efectivas como –finalmente-cómplices. Tal como expuso la periodista Virginia Digon, ya nueve años antes de los femicidios de Laurta, un estudio de dos investigadoras del CONICET había analizado el origen, propósito y posibles efectos de la organización “Varones Unidos”. Por allí anduvieron Agustín Laje y Nicolás Márquez, asesores del actual gobierno nacional, dando charlas y legitimando -bajo el paradigma de lucha contra la “ideología de género”- un conjunto de premisas que tienen cabida en nuestros tribunales provinciales, donde no necesariamente gobierna Milei. Algunas de las ideas que propugnan este tipo de organizaciones, tal como plantean las investigadoras Gabriela Brad Wigdor y Mariana Magallanes, son la idea del “síndrome de alienación parental” (SAP), la “disforia de género” y la defensa del “modelo nuclear de familia”. Las dos primeras refieren a formas de patologización de las víctimas y de la diversidad, mientras que el modelo nuclear de familia busca reforzar los estereotipos de género, en la idealización de la “familia tradicional”, que en el caso de los acusados funciona como un paragua discursivo y fáctico de prácticas abusivas en los vínculos afectivos. De esta forma la estrategia de los masculinismos es trasladar el cuestionamiento e indagación judicial de los acusados y los hechos hacia las víctimas. No es casualidad que estas organizaciones, movimientos y grupos en redes sociales, estén principalmente integrados por varones cis acusados y muchos de ellos imputados por violencia de género -en sus diferentes modalidades-, y por agresión sexual contra las infancias.
Para poner en cuestionamiento la iniciativa de las víctimas pregonan la idea de “falsas denuncias”, y si bien esto resulta grotesco, peor aún es la reacción del sistema judicial que admite estas reediciones de la violencia cuestionando a las víctimas, o en el caso de la agresión sexual contra infancias, poniendo en duda la voz de la persona denunciante, generalmente la madre. Si pensamos en un delito contra la propiedad sería casi inimaginable que el sistema que juzga cuestione a la víctima y mucho menos que se haga eco de una organización de ladrones unidos que promuevan la idea de que las denuncias son falsas. Pero esto sí sucede en estos delitos contra las personas. De manera sofisticada, y rodeadas de tecnicismos, las víctimas deben repetir una y otra vez las dolorosas vivencias, disponer de infinidad de recursos económicos y emocionales y someterse a las formas protocolares del sistema judicial que postulan el descreimiento. Pocas veces son verdaderamente investigados los hechos, o los acusados. El halo de algo que sería “imposible de probar”, más la reinterpretación de las leyes que protegen a las víctimas como lógicas de secretismo y silenciamiento “para no revictimizar”, sólo operan a favor de los acusados. Y en el caso de abusos sexuales contra las infancias esto se agudiza con la idea que promueven los acusados de que se “implantó” una experiencia inexistente. Tal como planteó en su momento el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación en su momento, avalado por cientos de especialista: el llamado síndrome de alienación parental –que se difundió en algunos medios recientemente- es una falacia carente de rigor científico a la que se recurre para limitar, obturar o deslegitimar el avance en la protección de derechos de niños y niñas víctimas. Generalmente invocan el S.A.P., en especial en ámbitos judiciales, varones adultos acusados de violencias graves y/o abusos sexuales en perjuicio de sus hijos o hijas menores de edad.
Entonces en algunos casos en la justicia provincial para no hablar de S.A.P., los funcionarios judiciales hablan de “influencia de la madre” o de “mentiras utilitarias”, lo que tiene los mismas consecuencias sobre las víctimas que si se hablara explícitamente de S.A.P.: las descalifican, las revictimizan y fundamentalmente exponen el machismo estructural que se prepara para no creerles y que interpreta que indagar al acusado en forma rigurosa sería arbitrario y daría cuenta de desigualdades en el tratamiento. La aspiración a la imparcialidad de forma se convierte entonces en un muro que imposibilita problematizar desigualdades estructurales. Esto se perpetúa de manera explícita desde el inicio de los procedimientos que las víctimas encaran con esperanzas de resolución, al momento de pretender realizar la denuncia. Como fue en el caso, también reciente, de la desaparición de Delicia Mamani Mamani. Sus familiares y las autoridades del centro educativo, donde estudia Delicia, transitaron por cuatro dependencias públicas policiales y judiciales antes de que finalmente les tomaran la denuncia, cuando la legislación prevé una rápida recepción para este tipo de casos.
En definitiva lo que vemos son múltiples escenarios, en los distintos poderes de la república, de diversas jurisdicciones, de una variedad de pertenencias partidarias y con personas con diferentes niveles de responsabilidades donde se repiten una y otra vez maniobras evasivas del sistema legal vigente. Diversos escenarios, pero unidos bajo un denominador común: lejos de disponer estrategias que puedan erradicar estas violencias, generan condiciones que las afianzan y las reproducen. Las proclamaciones machistas que exhiben permanentemente los referentes del gobierno nacional, en sus apariciones públicas y sus discursos, no nacen del vacío sino que más bien son expresión viva de un contexto que los antecede y los hace posibles.
Javier Milei es el efecto natural de una sociedad estructurada sobre estas violencias, y al mismo tiempo su presencia es legitimante de las acciones y -por el nivel de responsabilidad cívica-, cómplice de la tragedia. Pero no está solo. Está acompañado por la decisión de magistrados y por una clase política que en su gran mayoría avala, maquilla u omite. Una expresión grotesca y contundente de esta micropolítica de los machismos tuvo lugar el pasado 3 de diciembre, en la Cámara de Diputados, durante la sesión de jura de diputados y diputadas. Allí, durante el acto, un micrófono abierto hizo públicos los pensamientos íntimos del diputado radical Gerardo Ciolini, quien además de presidir el acto -por tratarse del diputado más longevo de la Cámara-, también reparaba atentamente en las mujeres que asumían. Y entonces sus deseos sobre tres de ellas se hicieron públicos, por altavoces del recinto, cuando en sus palabra se oyó: Che qué linda. Che qué buena que está. Che pero qué buena que está la peruca. Tremenda.
Por un lado el gobierno de Javier Milei es un gobierno electo en un contexto democrático, lo que da pruebas de una voluntad popular de adhesión a muchas de sus consignas, inclusive aquellas más perturbadoras y alentadoras de violencias, y por otro lado el machismo no retrocede, constituyéndose entonces un blindaje que las manifestaciones de repudio aisladas no pueden perforar. ¿De dónde provendrá ahora la fuerza que revitalice la esperanza de una sociedad donde morir por cuestiones de género no sea posible? ¿Pueden considerar la voz de las víctimas aquellas personas que ocupan espacios públicos de representación y poder que se encuentran viciadas por la cosmovisión machista? ¿Dónde están aquellos representantes y magistrados que den prueba de preocupación y justicia ante los crímenes que resultan de la violencia de género como son los feminicios, transfemicidios, travesticidios y abusos sexuales contra las infancias? Estamos sin respuestas. Las organizaciones sociales y los colectivos guiados por las víctimas persisten y desesperan. Por las víctimas y sus familias, que no nos gane la apatía y el silencio.