Córdoba

Bendita tú eres, Rosalía, y bendito es el fruto de tu misticismo pop

Y yo os asiguro: el amor os hará apresurar los pasos; el temor os hará ir mirando adónde ponéis los pies para no caer. Con estas dos cosas, a buen siguro que no seáis engañadas.

Santa Teresa de Jesús, 1564.

Espero a Dios con verdadera glotonería, proclamó alguna vez Rimbaud: aquel niño indócil que, luego de varias temporadas en el infierno y en la concupiscencia, se convirtió al catolicismo para luego abandonar toda escritura y renunciar a los brazos de Verlaine sin dejar rastro alguno. Por tamaña ambivalencia, nadie podrá culparlo: de tales conflictos irresolutos está hecha tanto nuestra fe en Dios como nuestra obstinación por negarla. Pero los poetas, al fin y al cabo, son quienes hallarán el matiz preciso para ese misterio inasible que llamamos “creer”, un sendero que hoy elige pisar la cantante Rosalía cuando concibe Lux: un álbum casi litúrgico que, de la mano de la Orquesta Sinfónica de Londres, y con la singular intervención de Björk y Charlotte Gainsbourg, lanzó en noviembre de 2025.

Como un “arco emocional de mística femenina, transformación y trascendencia” será presentado este disco que oscila entre la confesión y la ópera, tono bastante disruptivo cuando se piensa en el precedente festivo y cyberpunk que sentó Motomami (2022), pero que, de algún modo, está enlazado conceptualmente con el simbolismo que trajo El mal querer de 2018. La inspiración esta vez: una concepción de feminidad divina a la que Rosalía procura ponerle palabras para explicarla y, de paso, explicarse a sí misma. Vestida con hábito y en pose extática, presenta un catálogo de 18 piezas cantadas en español, pero también en japonés, italiano, ucraniano, francés, árabe y otras varias lenguas que, según nos dice, suponen modos de canalizar el inventario de feminidades en las cuales se inspiró: la mártir Juana de Arco, la regente Santa Olga de Kiev (primera santa del pueblo rus), la maestra zen Ryōnen Gensō, la india Anandamayi Ma, la mística Rabia al Adawiyya, y hasta Patti Smith, la verdadera matriarca de la cultura underground. En entrevistas, Rosalía recuerda contar con un mapamundi en donde iba marcando el origen de cada una de estas santas a cuyas vidas estudiaba con disciplina y dedicación porque su búsqueda obedecía a una voluntad muy precisa: reinventar la educación católica que recibió a lo largo de su vida, formación que presuponía una idea bastante limitada de la santidad.

En ese palimpsesto de religiosidades, un lugar fundamental ocupa Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, a quien quizá recordamos mejor como Santa Teresa de Jesús: una de las maestras espirituales más influyentes en la historia del catolicismo, a la vez que cumbre de la literatura mística en habla hispana. A esa hija de hidalgos, que a muy temprana edad eligió convencida los hábitos, también le quedaba un poco chica la noción de santidad que el catolicismo medieval pregonaba y, por ello, arriesgó una interpretación femenina de las sagradas escrituras, exégesis que poco contentó a los inquisidores (varones) de la época, pero que nos dejó algunas de las obras literarias más exquisitas. No es de asombrar entonces que Rosalía dirija allí su mirada. No conforme con los dogmas vigentes e influenciada por los ideales utópicos de esas novelas de caballería que tanto le fascinaban (y que también maravillaban a otro hidalgo manchero llamado Don Quijote), Santa Teresa empujó una reforma religiosa y, en 1561, fundó una propia orden integrada solo por mujeres que buscaban un propio camino hacia Dios: la Orden de las Carmelitas Descalzas.

Otras razones, sin embargo, podrían colarse en los intereses de Rosalía. Y es que a la pluma de Santa Teresa debemos también la primera autobiografía que tenemos en lengua española: El libro de la vida (1588?), registro personal y femenino de la fe, pero también de un modo de ejercerla a partir de la oración contemplativa y del abandono de toda riqueza en aras de abrazar amorosamente a Dios. “Sauvignon Blanc” es la canción que, con la misma austeridad y con cuotas parecidas de pasión, escribe Rosalía bajo el influjo directo de aquella santa carmelitana. “Sé que mi paz yo me ganaré cuando no quede na’, nada que perder”, dice en esa doceava pieza de Lux. Ni Rolls-Royce ni Jimmy Choo: nada, a fin de cuentas, valdrá tanto como ese amor que le promete un futuro dorado, un poco lo que, con algo de voluntad franciscana, pensaba Teresa cuando proclamaba “que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada”.

No hay que olvidar que, más allá de este mantra de austeridad, hay aquí un intento por comulgar con lo divino a partir de una sensibilidad femenina que el pop supo siempre aprovechar, aunque de maneras bastante retorcidas. Durante mucho, ese género tan icónico como iconoclasta se viene sirviendo del imaginario cristiano para aludir a cierta idea de feminidad subversiva, y la lista que lo prueba se extiende incansable. En el preciso momento en que la Rosalía confiesa que Dios es un stalker, Lilly Allen compone “Pussy Palace” y elige vestirse de monja para reprocharle infidelidades a su ex-marido en un estilo que mucho rememora a Bocaccio y esas historias de hermanas pecaminosas que, tras los hábitos, esconden un apetito sexual voraz. También, en más de una oportunidad, Lil’ Nas X habrá de torcer a Cristo para pronunciarlo en clave marica, y hasta Lady Gaga nos ofreció sus propias herejías cuando, en un videoclip, coqueteó con el beso de Judas y la última cena. Nadie, sin embargo, pudo revolver el simbolismo cristiano como la mismísima reina del pop: Madonna, quien lleva nada menos que el nombre de la Virgen María y al que, orgullosamente, profanó con sus colecciones inmaculadas, sus cristos negros y su propia crucificción.

Habría que decir, no obstante, que estas divas pop no se mofan de un cristianismo al que todavía confiesan abrazar. Su mensaje, más bien, es que la sensibilidad femenina sería la más idónea para ejercer una mística: nombre que designa esa fundición con lo sagrado que nos puede dotar del grado máximo de conocimiento, esa “iluminación” a la que también aspiraba la obra rimbaudeana. Y es que el misticismo es un sentimiento de lo divino muy arduo de asir, aunque todas las religiones y creencias parecen dispuestas a intentarlo. “Tengo más un sentimiento que una idea de Dios”, confesará Rosalía en una de las tantas presentaciones de Lux, confirmándonos que ese álbum es otro ejercicio imposible que pretende dotar de sentido simbólico a una experiencia trascendental que la prosa teresiana mucho antes exploró. En Las pasiones de nuestro tiempo, la semióloga Julia Kristeva recuerda que, de hecho, fue Santa Teresa de Jesús quien primero intentó poner en palabras esta clase de iluminación divina, sirviéndose de la poesía para explicar una unión tan íntima con Dios que llegaba al éxtasis o lo que muchos llaman el “orgasmo místico”: un intenso goce corporal y espiritual no permitido para una mujer cuyo padecimiento debía solo limitarse al sacrificio maternal (la madre dolorosa). Tal pasión Bernini elige inmortalizar en mármol cuando, a poco de su canonización, esculpe el “Éxtasis de Santa Teresa”, retratando a la santa retorciéndose de placer mientras recibe el flechazo inquebrantable de ese querubín que le despierta un hirviente amor, pero no hacia cualquier hombre.

“Toda empapada de aquella innumerable grandeza que es Dios”, se describía provocativamente una Teresa a quien el Altísimo le generaba un “fuego soberano”. Cuando leemos la poética de la matriarca carmelitana, ¿puede en verdad asombrarnos aquella Madonna que, en los 90, afirmaba llevar crucifijos porque le recordaba lo que era tener un hombre desnudo entre los pechos? No debemos, no obstante, simplificar una concepción de éxtasis que, aunque bordeando el erotismo sacrílego, responde más bien a una forma absoluta del amor. “Amo porque soy amada, y luego existo” es como puede sintetizarse, según Kristeva, la experiencia del éxtasis teresiano, inscrita en un cristianismo que deposita su confianza en el amor absoluto hacia el Padre. Se trata de una extrema idealización del objeto amoroso, a la que se responderá con una entrega ciega y sin reservas.

Qué acontece cuando esa idealización se acaba es un poco la pregunta a la que Lux procura responder. “Tienes el podio de la gran desilusión”, clamará Rosalía en “La perla”, esa canción en la que, junto a Yahritza y su esencia, le dedica algunas estrofas feroces a ese “terrorista emocional” que -lo sospechamos todos- fue su ex-pareja Rauw Alejandro. El teresiano fue un arrebato amoroso sin cesación, pero no así el de Rosalía: en “Focu’ranni”, canta orgullosa que “no seré tu mitad, nunca de tu propiedad”, pues ya prefiere vestir de violenta antes que aguardar con el blanco matrimonial. Cada retrato del pop habrá de elegir su propio imaginario para dotar de significantes a esa obsesión temática que es el desamor: hace poco, Taylor Swift supo recurrir a los poetas torturados y las metáforas del modernismo literario, mientras que Ariana Grande se resguardaba en la semántica de la amnesia amorosa que trajo Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004). El desgarro de Rosalía es, en cambio, místico: una teología que habla del amor solo para pronunciarse sobre el propio descubrimiento, ese desgarro personal que significa reconocerse a uno mismo.

Y digo desgarro en el sentido que le brinda “Reliquia”, esa canción donde nos recuerda cómo, finalmente, somos la suma de nuestros amores y desamores, esos pedacitos de uno que esparcimos por el mundo. Por ello, habrá de decirle a su amado: “coge un otro de mí, quédatelo pa’ cuando no esté”, porque los recuerdos se habrán de conservar como los cuerpos incorruptos de los santos, aunque los ojos queden en Roma, la lengua en París y las manos en Jerez (por cierto: a la mano incorrupta de Santa Teresa de Jesús, aquella que se restituyó a las carmelitas luego de que Franco la retuviera, hoy acuden las mujeres con deseos de concebir). Rosalía constata, una vez más, que la mística comienza en la intimidad del propio cuerpo y, en ese redescubrimiento, el pop es otro umbral donde lo sagrado y lo profano habrán de negociar sus dominios.

Poco sorprende que Santa Teresa de Jesús encuentre modo de pronunciarse, haciéndose oír desde aquellas napas tan profundas de la cultura occidental. Y no solo porque, como recuerda Kristeva, ella retiene esa cuota sobrenatural que es tan propicia para la fe popular. Ocurre que Teresa nos revela, antes que nadie, que solo la feminidad y el arte podrían traducir lo que uno siente cuando se revelan verdades absolutas, como cuando Rosalía cae en cuenta de su via crucis amoroso. Porque el camino a Dios, o a algo parecido, quizás consista en ese instante de goce en el que todo cobra sentido.

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