Córdoba

LUX: Rosalía entre reliquias, santas y la música que nació para sobrevivir al tiempo

En estos tiempos las expresiones de la música que abren conversación son aquellas donde los artistas buscan encontrarse de alguna manera con sus raíces, con el pasado.

Rosalía en un primer acto se nos presentó como la primera artista en hacer esto de manera visible. En su primer álbum, navegó en las profundidades de la cultura clásica española, con “El Mal Querer” donde las raíces de sonidos flamencos en sus canciones buscaban tejer un puente entre el pasado y el presente.

Es en LUX donde el pasado vuelve a aparecer, pero no aparece desde la nostalgia, ni desde la búsqueda de entender identidades en el tiempo, aparece como la resonancia de la Historia. Si todos estamos en crisis, si ya no hay respuestas, si poderes más grandes parecen ocupar todos los espacios de introspección y esperanza. ¿Qué nos queda a los simples mortales?

La Historia, me atrevo a decir, tiene la respuesta y las grandes instituciones que han sido garantes de ciertos equilibrios a través del tiempo, presentan en sus narrativas posibles salidas para la esperanza que nos queda.

En este álbum, Rosalía nos plantea tres búsquedas. La de esa experiencia musical que supo ser la que occidente llamó “clásica”, la de resignificar el lugar de las mujeres en la búsqueda de lo divino y por último, la relación entre la memoria y la trascendencia como problema existencial.

“¿Quién pudiera vivir entre los dos, primero amar al mundo y luego amar a Dios?”

Preservar la historia es siempre el primer gesto necesario para disputar las batallas de sentido que se librarán en el futuro. Durante la Edad Media -cuando Europa era un rompecabezas de reinos y culturas fragmentadas- fueron los monasterios los que asumieron la tarea de resguardar la memoria de lo que alguna vez había sido el mundo. Los monjes copiaban manuscritos, registraban hechos, transcribían biblias, pero también hicieron algo que cambiaría para siempre la historia de la humanidad, decidieron registrar la música de forma escrita.

El canto llano, o canto gregoriano, constituía el corazón sonoro de la liturgia medieval. Para evitar que las melodías se perdieran con el paso del tiempo o se deformaran por la transmisión oral, los religiosos comenzaron a desarrollar sistemas de notación. Primero fueron neumas sin altura exacta; más tarde llegó el tetragrama: cuatro líneas que permitían fijar las alturas musicales y que se volvieron el punto de partida de la notación moderna en el pentagrama. Lo que hoy llamamos “música clásica”, esa tradición que va de la monodia medieval hasta las polifonías en su máxima expresión. De la nada, la música, algo que existió en la humanidad desde que alguien en alguna caverna chocó accidentalmente dos utensilios y provocó un sonido, comienza a tejer un lenguaje propio y se convierte en un arte culto.

La música que se consolidó como “cristiana”, de la que se derivan las expresiones renacentistas, barrocas y clásicas, fue desde el principio un sincretismo. Una mezcla entre las oraciones cantadas y las melodías instrumentales de raíz pagana que ya circulaban en Europa.

Ese cruce, lejos de ser accidental, fue una estrategia cultural sostenida. La Iglesia absorbió estructuras y sonoridades precristianas. No fue solo la mano de Dios, fue la mano de hombres y mujeres que, al intentar acercarse a lo divino a través de la música y en una necesidad de preservar algo bello, terminaron inventando un sistema para que la música pudiera ser leída, compartida y transmitida más allá del tiempo.

Rosalía retoma esta idea en el primer tema de su álbum, cuando afirma que quienes resguardaron la memoria del mundo amaban primero al mundo y luego a Dios. La frase resuena con la vieja frase atribuida a San Agustín, “El que canta ora dos veces.” Si cantar es una forma de exaltar la oración, quienes idearon la manera de escribir la música crearon, sin saberlo, un nuevo idioma capaz de nombrar a Dios con mayor precisión que las mismas palabras.

Con el paso de los siglos, sin embargo, la Iglesia se encontró frente a una crisis profunda de representación. Se cuestionó su poder político, su papel como intermediaria entre lo humano y lo divino, y también su monopolio sobre la cultura y como era impartida. Durante la Reforma protestante, cada transformación implicó tensiones, diálogos y rupturas. Las reformas nunca fueron sencillas ni pacíficas: antes de llegar a cualquier acuerdo, suele correr mucha agua bajo el puente o, mejor dicho, mucha sangre.

Una de las principales reformas implicó dejar de dar la misa en Latín, traducir la Biblia a otras lenguas para acercar la palabra de Dios a la gente común que no entendía ese idioma heredado de algún Imperio del que ya no se sentían parte. LUX significa “luz” en latín y nos abre la puerta a más de 16 idiomas, que pueden acercar la divinidad de la música al mundo en su conjunto, sin barreras lingüísticas. Es un mensaje desde el idioma donde muchas de esas lenguas nacen, de lo más tradicional a las identidades más mundanas y terrenales.

La resignificación en el presente de la música clásica, gestada hace miles de años, con la palabra como oración y la música instrumental como su contraparte pagana, nos encuentra en LUX recordando una identidad superadora. Las formas musicales que supieron construir la Historia del mundo occidental. Lo que quedó denominado como lo “clásico” o lo “culto”, no es más que un rejunte de lo que siempre fue de los pueblos, las melodías de la gente, expresiones que se hicieron primero amando al mundo, siempre al mundo.

Es así que lo que comenzó como una herramienta para fijar los cantos de la liturgia se convirtió en una de las formas más complejas y trascendentes del arte occidental. Y es precisamente ese linaje -esa historia de memoria, espiritualidad, sincretismo y resistencia- el que Rosalía convoca cuando mira hacia las raíces de la música clásica para pensar el maximalismo musical de LUX y lo abrasivo de su sonoridad.

“Pero mi corazón nunca ha sido mío, yo siempre lo doy”

El lanzamiento del primer corte publicitario del álbum llegó antes de que se desplegaran los análisis cuánticos sobre cómo abordar un proyecto que convocaba a la música clásica, las arias de ópera, los vals y, por encima de todo, la tradición católica.

Y sin embargo, el gesto inicial fue de una simplicidad brutal: “Como me rompió el corazón un boludo, solo me quedará ser célibe, dejar de poner energía en relaciones que no prosperan y componer las más bellas melodías”. Pero detrás de esa frase irónica había algo más profundo: la intuición de una mujer que, en medio del desamor, vuelve la mirada hacia un imaginario religioso, a la búsqueda de algo trascendental, que durante siglos ofreció a otras mujeres un camino alternativo, una posibilidad de trascendencia y también de educación. La Iglesia -con todos sus limitantes- fue para muchas una alternativa al matrimonio forzoso, al mandato doméstico, al destino escrito por otros. En ese eco ancestral se inscribe Rosalía cuando convierte el desamor en una forma de disciplina creativa, casi monástica.

Con el estreno del primer tema, y unos días más tarde del álbum entero, no tardaron en multiplicarse las interpretaciones y las teorías. Sin embargo, una revelación en una entrevista permite mirar el disco desde un ángulo más claro: mientras lo construía, Rosalía imaginaba un mapa mental poblado por mujeres que dedicaron su vida a la religión, santas en distintos rincones del mundo. Y una búsqueda de trascendencia de estas mujeres en la religión que se ve signada por la entrega. Entrega material que se refleja en las reliquias.

El lugar que ocupan las santidades en la Iglesia Católica tiene mucho que ver con las reliquias. Estas son restos corporales de los santos (partes del cuerpo, huesos, cabellos), objetos que usaron en vida o elementos asociados a su martirio o presencia espiritual. Su importancia proviene de la continuidad entre la Iglesia terrenal y la celestial, y la convicción de que Dios puede obrar gracias y favores a través de quienes fueron testimonio de vida cristiana.

Se considera que esta división o repartición del cuerpo de los santos es una última entrega al mundo de parte de estas personas que tuvieron vidas dignas de Dios.

Pensar la entrega a Dios de estas mujeres y el futuro material de que sus cuerpos o parte de sus cuerpos se vuelvan reliquias, nos plantea de nuevo esta materialidad terrenal para conectarse con la fe. La fragmentación de los cuerpos, que desde afuera puede parecer una violencia, es leída dentro de la tradición cristiana como una última entrega.

Para hablar de las reliquias, Rosalía menciona a Olga de Kiev y Santa Teresa de Jesus. Mujeres que fueron canonizadas y que pasaron a la eternidad como reliquias. Santa Olga (879 d.C – 969 d.C), patrona de los conversos, los viudos y los justicieros. Se encuentra en términos de jerarquía al mismo nivel de santidad que los apóstoles, por el simple hecho de que se reconoce su conversión al catolicismo como la razón por la cual todas las tribus en Rusia se convierten a la religión católica. Su nieto, Vladimiro I, procedió a desenterrar el cuerpo de su abuela para utilizarlo como reliquia sobre la cual fundó la Iglesia de los Diezmos en Kiev. Por otro lado, Santa Teresa de Jesus (1515-1582), nacida como Teresa Sanchez de Cepeda Dávila y Ahumada. Se cuenta que de chica jugaba a ser monja, pero es en 1531 que entra a un convento debido a una enfermedad y, una vez curada, le pide a su padre quedarse y ordenarse monja. Tras su muerte, su fama de santidad fue tan grande que su cuerpo se convirtió literalmente en un mapa devocional: manos, dedos, hasta ojos fueron repartidos por el mundo como reliquias.

Perder partes del cuerpo en lugares del mundo, parecerá una metáfora en las canciones de Rosalía, pero fue algo muy literal para Santa Teresa.

Mirada desde hoy, la estructura eclesiástica aparece cargada de desigualdades. Pero dentro de ese mismo entramado existió otro pliegue, ya que para muchas mujeres, la vida religiosa fue una vía de escape del destino impuesto del matrimonio, la maternidad obligatoria y la subordinación doméstica. La vida de convento ofrecía algo excepcional para su tiempo, como el acceso a la educación, la posibilidad de escribir, cierta autonomía y un camino propio hacia la trascendencia.

Algunas santas llevaron esa búsqueda de libertad hasta extremos que hoy nos resultan casi novelescos. El caso de Santa Clara de Asís (1194–1253), hija de una familia noble, estaba destinada a un matrimonio ventajoso que reforzara el prestigio familiar. Sin embargo, a los dieciocho años escapó de su casa en plena noche, atraída por la predicación de Francisco de Asís y por la posibilidad de entregarse a una vida espiritual que le permitiera decidir sobre sí misma. La familia intentó recuperarla por la fuerza, pero Clara se aferró al altar del monasterio donde había buscado refugio. Ese gesto, casi teatral, simboliza la ruptura radical con el destino impuesto.

Una santa latinoamericana como Santa Rosa de Lima (1586–1617), nacida en la Lima colonial, tomó decisiones aún más drásticas. Se cortó el cabello y llegó a tirarse pimienta en el rostro para evitar atraer pretendientes. Quería disuadir cualquier mirada masculina que pretendiera definir su vida. Vivió recluida voluntariamente en una pequeña celda construida en el jardín de su casa hasta que ingresó en la Tercera Orden de Santo Domingo.

A la luz de estas historias, la vida religiosa aparece no sólo como un camino de fe, sino como un espacio donde las mujeres podían, por primera vez, ejercer formas concretas de libertad y ser reconocidas en el campo del saber. Figuras como Hildegarda de Bingen (1098-1179), quien escribió libros sobre ciencias naturales y medicina, llegando a ser considerada como Doctora de la Iglesia.

En ese entramado ambiguo entre el destino impuesto y la emancipación, emerge la posibilidad de una subjetividad que trasciende el destino estructurado de las mujeres. Y es precisamente esa genealogía la que Rosalía recupera en su álbum: la de mujeres que lograron construir en la religión un espacio de fuga, de saber y de reinvención.

“Promete que me protegerás a mí y a mi nombre en mi ausencia”

En su álbum, Rosalía toma este universo – la música clásica, las reliquias, los cuerpos fragmentados, las mujeres que escaparon de lo que el mundo les proponía para ser, entregarse al conocimiento y a la trascendencia de otra cosa- y lo reelabora en clave contemporánea. Donde antes había muerte, culto y veneración, ahora hay música, ruptura, disciplina y reconstrucción. Donde antes había cuerpos consagrados y repartidos, aparece la idea de una nueva entrega: no a Dios, sino al arte y a la música.

La resignificación que propone Rosalía no es estrictamente religiosa: es estética. Toma aquello que la tradición hizo con los cuerpos de las santas -marcarlos, dividirlos, sacralizarlos- y lo convierte en un puente para hablar de sí misma, del dolor que se transforma en creación y de la genealogía silenciosa de santas y santos, primero hombres y mujeres, que encontraron, en la fe o en el arte, una forma inesperada de libertad.

Porque en LUX no se habla de Dios en el sentido bíblico, se habla de un Dios mundano que está a la vista en las acciones, en las decisiones que tomamos, en cómo somos con los otros, en la forma en la que seremos recordados. Tampoco se habla tanto de la religión católica sino más de las preguntas que nos llevan como humanidad a construir esas explicaciones fabulosas sobre las que se sostiene nuestra existencia y la pregunta sobre nuestra trascendencia.

Así como alguien escribió la Biblia, así como la humanidad construyó edificios maravillosos para contener todo tipo de rituales, Rosalía compuso LUX. Entre una pregunta, construyendo una materialidad para la memoria y poniendo en consideración si eso es suficiente para trascender donde más importa trascender: en el futuro del mundo.

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