Rosalía, trampas de una Santa
1.
No hablaremos de la música clásica con rótulos ni generalizaciones universalizantes. Con esto queremos decir que rechazamos lecturas tautológicas: se sabe que en la distribución histórica de afectos, funciones y facultades (transformada en mitología —es decir, naturalizada—, fijada en la lengua y la cultura) le tocaron a la música clásica la solemnidad y el aburrimiento contra el sentimentalismo superficial, los teatros y palacios contra los estadios y boliches, el intelecto contra la diversión, el canon académico contra el gusto popular; leer estos atributos de la música clásica es meramente leer lo que primero fue y sigue siendo inscripto en un espacio social. Una posibilidad de romper el círculo que confirma la diferencia en lo socialmente diferenciado es postular una inversión: leer en el discurso de la música clásica el apasionamiento carnal, la libido popular y las políticas de la seducción, tal como se filtran en los resquicios de lo conocido.
Hablaremos de lugares. Por un lado, un lugar común de la crítica: la irrupción de Lux después de Motomami implica en el trayecto estético de Rosalía una interpretación de las ansiedades espirituales de nuestra época en la que se dan cita la batalla cultural que reorganiza el imaginario político pospandémico y la aridez de las industrias creativas, condenadas sisificamente a repetir los gestos del pasado, a medida que se agota nuestra paciencia y bagaje simbólico y cognitivo, en el que la IA promete infinito reemplazo y entretenimiento; por otro lado, un lugar específico: el que ocupa la música clásica en el campo de la cultura, en una situación histórica y discursiva precisa: la contemporaneidad posmoderna, melancólica y cínica, aceleracionista y decepcionante, paranoica y fragmentada.
Lux parece construido como inversión estilística, poética y narrativa de su antecesor Motomami. Lo que antes era la velocidad y recursividad del loop aquí es iterativo pero equilibrado. Ese minimalismo grotesco que en algún sentido caracterizó Motomami ya no tiene efecto aquí; en Lux prevalece el puro maximalismo y lo sublime. Como dijo el mártir bellvillense, vas en contramano, Rosalía.
Para esta operación, Lux toma diversos elementos de la música clásica (lo sinfónico, lo operístico, los arreglos de Shaw, la noción de "movimiento" para estructurar el disco). Llamamos música clásica a un conjunto heteróclito y multiforme de prácticas y objetos musicales. Para empezar, podríamos decir de manera inexacta que lo clásico se opone a lo popular; mientras lo clásico se asocia a la escritura y la institucionalización académica, lo popular se asocia a la transmisión oral y la socialización sonora de la vida cotidiana. Alguna idea podría decir que lo clásico es una tradición, un canon, una historia de especialización y profesionalización; mientras que lo popular es un conjunto de sensibilidades y rituales que surgen al calor de la necesidad y la diversidad. El debate sobre los contornos de lo popular en general, y de la música popular —y sus diferencias con la música clásica— en específico, es de lo más extenso e interesante para acompañar la escucha de un objeto como Lux. Valga aquí poner atención al peso que tuvo en la recepción de este disco —tanto en prensa especializada, crítica, comentarios de la conversación pública digital y analógica— la idea de que la categoría, sección o género que corresponde para el último trabajo de Rosalía es "clásico". ¿Qué argumentos se toman para esto? ¿Basta una instrumentación acústica, unos arreglos de cuerdas, una serie de palabras e imágenes que nos remiten a un imaginario estético específico para recibir la etiqueta de música clásica?
En el fondo, no importa qué conjunto de rasgos estilísticos, poéticos, narrativos y enunciativos se consideren necesarios y suficientes para decir que se está ante tal o cual género. Tiendo a pensar que en la cultura contemporánea los géneros ya no funcionan; su ley o marco —que establecía la expectativa y el pacto de lectura del objeto estético— no tienen la fuerza de estructuración que alguna vez lo supieron tener. Los grandes —y pequeños— géneros han caído. Las formas se alejan de la sensibilidad occidental; lo que permanece es la isla solitaria y amenazante del puro contenido.
Sin embargo, distintas identidades son capaces de matar o morir por lo que se hace en nombre de un género. Hay quienes se irían a un faconazo de tuits por definir cuál es el verdadero rollinguismo, el correcto punk, el auténtico reggaeton, la dignidad del trap. Cada género, además de sus reglas formales en tanto forma de producción artística, tiene en la sociedad distintos lugares y representaciones. Y ahí, en el territorio de la representación, es que Occidente juega su última partida por definir qué es bello, mientras la verdad y la bondad se desvanecen como un lejano recuerdo de épocas que no pueden volver, aún así quisiéramos. La música clásica suele tener la dignidad de un género solemne; a ella corresponden los temas serios, las orquestas grandes, la magnanimidad y la elocuencia, el prestigio y la legitimidad. Lo que muchas veces es un obstáculo para que más personas se acerquen a una de las formas musicales más sensibles, más orientadas a decodificar la trama en la que se enreda nuestra humanidad. Lo clásico nos atraviesa como un rayo de sol en el centro de una ciudad abandonada por las vacaciones de verano, mientras caminamos entre la humedad y el sudor desgastante. Cada respiración ingresa en el cuerpo como una novedad y un milagro. Ese respiro es para mí la música clásica.
Quizás valga la pena aquí escribir sobre Caroline Shaw.
2.
Caroline Shaw es una violinista y compositora norteamericana; sus trabajos incluyen incursiones en la música pop (además de hacer arreglos para Lux y Motomami, colabora en algunos tracks de The Life of Pablo de Kanye West) y en bandas sonoras para series de televisión (Fleishman is in Trouble). A lo largo de su trayectoria ha recibido premios y distinciones académicas notables. Si se nos perdona el lugar común, diríamos que Shaw es hoy una de las voces prometedoras de la música clásica contemporánea. Lo cierto es que, como Rosalía, Shaw es una anfibia; se mueve con soltura y maestría en distintos ambientes y espectros de la música.
Shaw —como Rosalía— cumple el rol de traductora cultural; traspasa las fronteras de los campos artísticos, del centro y la periferia, de lo clásico y lo pop, traficando saberes y figuraciones. Un cuarteto de cuerdas como Plan and Elevation, una pieza genial de Shaw, bien podría formar parte del lenguaje acústico de Lux. La Partita for 8 Singers (también conocida porque su tercer movimiento es parte de la BSO de la serie Dark), obra que le vale el Premio Pulitzer de Música en 2013 a Shaw, es una suerte de arreglo coral en el que se cruzan murmullos, melodías, formas menores y extrañas de la voz humana ensamblada a partir de una inspiración experimental. Algo de este trabajo, que explora los matices entre el canto y el habla, entre la palabra y la onomatopeya, evoca los momentos corales de Rosalía. Si bien en Lux no son poco comunes los arreglos de voces blancas y su connotación de lo etéreo, otros momentos más salvajes y alegres sí evocan Partita for 8 Singers.
En una entrevista de noviembre de 2024, consultada por su colaboración con Rosalía, Shaw dijo: "Rosalía es un personaje fantástico. Ella no se ve a sí misma como una compositora, pero yo ciertamente la considero como tal. Y además, una muy buena. En nuestra colaboración, ella decide las melodías y estructuras, y luego yo entrelazo los fragmentos corales. Es una colaboración equilibrada, sin que ninguno de los dos tenga el control exclusivo". Habría algo que pensar sobre el problema de la colaboración —el vivir juntos del trabajo artístico— y cómo se distribuyen las relaciones de poder y de decisión conceptual. Sin embargo, baste aquí notar que Shaw, como lo fue George Martin para los Beatles, es una pieza clave para Rosalía. Quizás la orquestación de Eleanor Rigby instituyó el canon de lo que un cuarteto de cuerdas puede hacer en una canción pop. Shaw introduce en el universo de Rosalía un lenguaje musical ajeno al mundo del pop, el folklore andaluz y la música urbana.
Quizás la mayor continuidad entre Motomami y Lux venga de la velocidad en la que cada canción se sacude, salta, modula. Este montaje veloz, estos jump cuts sonoros, interrumpen el desarrollo de los temas. Introducen la arritmia en ese paisaje de meditación que hay en Lux. En algún sentido, Lux es un signo de los tiempos. Pero ¿qué no es un signo de los tiempos?, ¿qué discurso no refleja la estructura de sentimiento de su historia? Creo que esa sería una vía miope para leer este disco.
El arte, la mejor forma de fracasar en la búsqueda de materializar la experiencia de la sensibilidad espiritual, puede hacer todo, menos generar indiferencia. Amamos, odiamos, tememos, ansiamos el arte; mientras ese arte embriague el gabinete de nuestra afectividad, es arte. Para quien escribe, a pesar del relativismo y el pluralismo cultural, vale la pena todavía pensar en el arte como algo más que una mercancía o un vehículo para el entretenimiento. El discurso musical no puede consumirse ni resuelve nada; sí puede plantear problemas. La identidad de una obra sonora como Lux radica en la complejidad y el atractivo de los problemas que nos presenta. En Lux esos problemas son los fundamentos de toda filosofía política: ¿Cómo estar juntos? ¿Cómo estar solos? Ahí emergen la espiritualidad y el retiro, la meditación sobre los apetitos de la carne y las facultades del entendimiento. En términos musicales, esto se expresa en la ambigüedad genérico-formal, en ese juego sobre la expectativa de quien escucha y sobre la tradición de la música clásica.
3.
La ambigüedad de las relaciones entre misticismo y erotismo plantea una primera trampa de lectura. Vieja tradición que se remonta al Cantar de los Cantares, pasa por el trágico romance de Camila O'Gorman y desemboca en las formas culturales del pop reciente, like a virgin (in Madonna we trust). Quizás no habría que volver a este lugar común; ya sabemos que los y las místicas estaban más excitados que exaltados por la divinidad. Propondría pensar que hay en Lux algo bien distinto al deseo y la represión de la carne. En este sentido, se orientaron algunas reseñas y críticas que utilizaron el bisturí sobre la biografía de la autora para interpretar y cotejar hechos con signos. Por suerte, los signos siempre son otra cosa. Quien juega con el sentido y sus relatos, como cualquiera que produce un discurso musical, está produciendo lo real; no lo representa ni lo explica del todo. Más que una catarsis o purga de las posibles crisis afectivo-espirituales de una generación, Lux parece el resultado de una idiorritmia.
Entre 1976 y 1977, Roland Barthes da en el Collège de France el seminario "Cómo vivir juntos". Podríamos decir, por las transcripciones y notas que sobreviven de ese curso, que se trató de la enseñanza de una filosofía sobre lo que la literatura hace con los otros y la soledad, con la grupalidad y el aislamiento. En este curso, Barthes piensa en un tipo de retiro espiritual específico: la idiorritmia, la búsqueda del propio ritmo a condición de abandonar el mundo compartido, reorientarse a la marginalidad. En algún sentido, Lux escenifica una orientación idiorrítmica, aun cuando sea un producto exitoso y perfecto de la industria cultural. La idiorritmia es la utopía musical: el amor sin la desesperación posesiva, la pasión y el ardor sin la neurótica histeria del desborde, la fuerza sin la violencia, el individuo a justa distancia de la comunidad, lo personal en equilibrio sustentable con lo colectivo.
Por otro lado, llama la atención el subrayado que hizo la recepción crítica al contenido religioso, cristiano y místico de Lux. El pop, la última vanguardia, si se reduce a su mínima expresión, no es más que la novísima forma de la imaginería cristiana. El santo padre del pop, Andy Warhol, dedicó el final de su obra a reinterpretar el tema de la Última Cena; esos cuadros, en alguna medida, son el resultado de todo un camino en el que se atravesaron técnicas, objetos, motivos, pero la resultante llevaba a la elaboración de una imagen central de la cristología. El arte pop y el cristianismo comparten demasiados elementos en común: la centralidad de los iconos, la incorporación de elementos folklóricos o populares preexistentes. Basta ver obras como las de la hermana Corita Kent, una monja que fue precursora en la serigrafía y los gestos fundamentales del arte pop en la materialidad plástica, u obras como las del profano Pedro Almodóvar, en las cuales el catolicismo ingresa —Entre tinieblas, La mala educación— no como un enemigo, una ironía, una burla; sino como un campo de imaginarios y sensibilidades disponibles para una mirada sensual sobre el mundo. En este sentido, vale la pena leer Lux como una obra que continúa esos lenguajes en los que el pop y el misticismo se contaminan.
A veces se intenta una mirada desacralizada sobre las obras de arte, quitarles sus últimos vestigios del aura para pensar sus condiciones de posibilidad económicas, ideológicas y políticas; es decir, su existencia institucional y sociológica. Pero hay algo que el rastreo de trayectorias de formación o profesionalización, la asociación intelectual entre agentes diversos pero agrupados del campo artístico, los esquemas impuestos por la industria cultural, la espectacularización de toda la experiencia social, no puede captar en una obra de arte. Guardo un resto ingobernable de mesianismo, una ingenua esperanza teológica e irracional, mística antes que estructuralista, de que el fenómeno estético es más del orden del milagro que del orden político-social o del talento artístico.
La instancia crucial de las religiones, la ciencia, la política y el arte —creer— es el resultado de interpretar una manifestación de lo real. Quizás llevamos mucho tiempo ya en una crisis de la creencia y no aceptamos manipulación o persuasión porque a toda operación de interpretación se le ven los hilos. Quizás creer siempre se trata de una acción crítica e inestable, habitada por la duda, por la posibilidad de dejar de creer. Si me perdonan, creo que necesitamos creer en la música. Hay que encontrar los santos y rituales que nos permitan aún creer en la música porque en ella vive la infancia del espíritu y la belleza de la que es posible el mundo terrenal.
A veces las escenas de escucha son imposibles. Un disco se vuelve público —y antes de lo que canta un gallo— ya existen críticas, reseñas, merchandising, covers, tiktok, reels, batallas culturales. A veces rezo para que Jesús vuelva a expulsar a los mercaderes de los templos de la música. Aunque siempre estén ahí, mercaderes y estafadores; las industrias culturales siempre fueron un cambalache. Por otro lado, para el pensamiento, quizás sea estimulante que existan usos diversos de objetos estéticos para darle espesor y arsenal a las disputas afectivo-ideológicas de una época.