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David Lynch te quiere más de lo que crees

Adolfo es uno de las dos o tres docenas de amigos especiales que tengo alrededor del mundo, amigos que a lo sumo he visto 10 ó 20 veces en toda mi vida (o aún menos), hecho que ocurre por el simple hecho de que vivimos en diferentes puntos del planeta. Como con todos, me une la mirada, la sensibilidad y los gustos: en principio lo nuestro fue amor por la música de Stephen Malkmus y luego las caminatas.

Adolfo vive en Bruselas, yo en Buenos Aires, y me encanta salir a caminar con él porque me descubro lugares insospechados: con él he caminado por Waterloo, por las calles de Amberes donde circula el 90 por ciento del tráfico mundial de diamantes, por los viejos pasajes de Lieja donde se escondían los tirabombas anarquistas que inventaron los waffles e, incluso, me hizo conocer los verdaderos conventillos de la calle Necochea de la Boca, entre muchos otros. Siempre me dice que salgamos a caminar al azar pero nos terminamos cruzando con lugares extraordinarios, que seguramente él tiene finamente guionados.

El asunto es que hace muy poco quedamos para caminar por París, arrancamos desde Gare du Nord como para ir al azar y en algún momento, como al pasar, me propuso ir hacia el sur de la ciudad a ver el (aún en uso) Hospital Sainte‐Anne, un loquero por donde pasaron (entre otros) Antonin Artaud, Charles Baudelaire, Louis Althusser y Beauford Delaney pero para mí la excusa fue arrancar desde el sur de la ciudad y atravesarla siguiendo el Meridiano de París, meridiano segundón que perdió la elección por regir la hora mundial con el más afamado Greenwich.

Lo dicho, la travesía se convirtió en una misión, la inútil misión de encontrar las Placas Arago, unos medallones de bronce que supuestamente seguían el Meridiano de París y que, infructuosamente, nunca encontramos ya que -nos enteramos después- todas fueron robadas: el precio del bronce y la pobreza se ve que llega a todos lados.

Pero si algo ocurre en París es que es Disneylandia para adultos, siempre vas a encontrar algo; el derrotero nos llevó a ver el antes dicho Hospital Sainte‐Anne, a la cárcel donde se alojó un par de semanas Nicolas Sarkozy para disimular un poco antes de que lo manden a casa con domiciliaria, a algunas pintadas onda Banksy, a los Jardines de Luxemburgo (qué no están en Luxemburgo), a atravesar el Louvre justo por la hermosa arcada del edificio principal, no dónde está esa estrafalaria pirámide de cristal, a un montón (pero un montón de verdad) de locaciones por donde paso la Maga, el famoso personaje de Rayuela, la novela de Cortazar que posiblemente nunca lea (pero que a Adolfo le apasiona), a la librería Shakespeare & Co donde sí, esta vez seguro de casualidad, nos encontramos con el más o menos famoso escritor inglés Jonathan Coe, para quién Adolfo había hecho de presentador de su libro en Bruselas hacía unos años y que estaba -ya les dije, de pura casualidad- presentando su nuevo libro y con quien nos sacamos unas fotos antes de seguir el camino y a un montón de otras locaciones famosas de París con las cuales podría llenar páginas y páginas de ríos digitales.

Lo cierto es que esta historia sencilla nos hizo pasar, Meridiano de París mediante, por la puerta de Silencio Club, que, para nuestro asombro, estaba abierta. Para el que no está al tanto como no lo estaba yo, Silencio Club fue creado y construido por David Lynch, asunto del que tomé conocimiento en ese preciso instante y no en otro -gracias como siempre, Adolfo. Como se hace siempre en estos casos y especialmente en los países civilizados, entramos sin más, sin preguntar ni pedir permiso: nos metimos en una oscuridad espesa; ya tendríamos tiempo de excusarnos si esto no era legal o factible: a los tres metros nos detuvo un hombre que amablemente nos preguntó si veníamos a la presentación y dijimos que por supuesto, que sí. Y así fue que nos dejaron pasar no sin antes advertirnos que nada de fotos.

Bajamos despacio cinco pisos por escaleras anchas llenas de fotos de David -a las que eventualmente les íbamos sacando fotos- hasta llegar a una planta en la cual otro señor muy amable nos indicó la dirección de un microcine de lo más cómodos y elegantes en los que me pude sentar en toda la vida y en el cual estaban presentando un libro feminista para no más de 13 personas (si nos contaban a nosotros). Luego de unos minutos caímos en la cuenta que nos sentamos en el mismo lugar donde David Lynch sentaba a posibles inversores a ver si le podía sacar guita para hacer sus películas y no les voy a mentir: nos emocionamos.

Pero bueno, hacia el otro lado del microcine estaba el verdadero Silencio Club, al que me escabullí apenas se fue el señor que cuidaba la puerta. Sepa: el lugar es una verdadera boite del siglo XX, diría con estética de los ochentas, y, otra verdad: era un lugar muy agradable, nada que ver con los lugares pesadillescos a los que el bueno de David nos tiene acostumbrados en su obra. Los tres salones que pude ver hasta que un tercer señor, amable como los otros dos, me indicara que sacar fotos estaba mal (revelar secretos es de mala educación) y que mejor sería que nos fuéramos, cosa que hicimos con presteza y tranquilidad, subiendo los cinco pisos con parsimonia, sin dejar de sacar alguna que otra foto de las fotos de Lynch, que tampoco despertaban pesadillas, es más, hacían juego con la estética del Club, decía entonces, los tres salones era lindos, agradables, distintos entre sí, hermosamente iluminados, un primor. En fin, que David Lynch te quiere más de lo que crees, no creas. La misma sensación que tuve en la muestra de su obra pictórica que tuve la suerte de descubrir en una galería de arte, como si no, caminando con Adolfo por Amberes, de casualidad, unos años antes, cuando el bueno de David aún estaba entre nosotros.

En fin, salimos de allí satisfechos -no tuvimos una epifanía pero sí una historia para contarle a nuestros nietos-, caminamos un poco más, un par de kilómetros hasta completar los 25 de esa jornada y nos despedimos hasta más vernos para una futura caminata tomándonos una copa de vino en un lugar tan lindo como absurdo, en el restaurante Terminus Nord, cerca de la Gare desde donde Adolfo regresaría a su Bruselas querida y yo al barrio número 20, mi barrio de acogida temporal, luego de esta caminata-historia sencilla.

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