Pediloya: David Lynch y su Twin Peaks
-El tema es que, si no lo pone, los clientes del negocio no van a saber que pueden comprar por la aplicación del teléfono-
-Mi sobrino me tiene podrido con eso señorita, de última que vengan ellos a poner esa basura en la pared y convenzan al alcornoque del portero para que pueda taladrar la pared del edificio-
-Me parece que patearlo a la calle no es buena idea porque va a quedar destruido para cuando llegue el chico-
-Esos me tienen cansado, dejaron esa lata ahí y nunca la pusieron ahora me tengo que ocupar yo? Tiro todo a la mierda yo!! Encima tengo que descargar todos los cajones de la chata porque seguro que el boludo se quedó dormido otra vez y va a llegar a la santa hora!-
-Ya veo, el tema es que puede terminar perdiendo plata Orlando, porque la gente compra mucho con el aparato-
-Yo no hago más nada con eso, ni se sabe que significa!!!
Si quieren comer bananas que bajen por el ascensor y vengan al negocio-
¿La textura humana que recubre la superficie cementada de la ciudad se resiste a plegarse como la brea al pavimento? ¿Hay alguna manera de medir la tolerancia de este material existencial, al necesario paso del tiempo?, un ingeniero civil seguramente no pueda comenzar a responder estos interrogantes con la misma facilidad con la que estima poder darle forma a la urbe en la que habita, por lo menos desde que tenía que estudiar a sol y sombra para darse ese lujo. Desde ese momento intuye que es mejor no buscar certezas absolutas en pasados o futuros, que afecten su capacidad –y audacia- necesaria, para algún día lanzarse a construir.
El tiempo es una materia abrasiva, desgasta, degrada, inhabilita progresivamente, antes de destruir. Mientras tanto, nos ofrece el reto trascendente de tener que decidir hasta cuando podemos usar algo, antes de concluir que positivamente ya es otra cosa y ha llegado el momento de buscarle otro uso (por ejemplo, el obligadamente ínfimo fetiche de un recuerdo feliz de experiencias extintas) o simplemente desacatarlo impiadosamente como otra que nos “traicionó”, cambiando tanto como para que ya no podamos imaginarle un futuro a nuestro lado. En el marco de ese proceso que cualquiera enfrenta a diario y segundo a segundo, nunca deja de sorprender que por lo general se siga suponiendo que “uno mismo” sigue siendo inmune a lo que evidentemente afecta al mundo que lo afecta, manteniéndose en “ese mismo” incólume frente a los marasmos del cambio.
Para peor, el analista supone porfiadamente que su análisis no puede operar como un –necesario?- elemento de desgaste sobre la entidad pensante que debería mantenerse íntegra -y cuerda-, por lo menos hasta que culmine con la conclusión buscada. Estas cosas abruman, y componen la masa principal de lo que los filósofos definen como aporías (el tiempo también tiene la cualidad de horadar los aparatos y sistemas conceptuales), el cine, por su parte, aborda estas cuestiones con una desfachatez suficiente como para realizar lo que todos ellos estiman conveniente evitar.
David Lynch en la cámara y Badalamenti marcando los ritmos, inquietantemente discordantes, eclécticos, del proceso investigativo del asesinato de la adolescente Laura Palmer, en el desafiante enclave boscoso de Twin Peaks, son una especie de reducción al absurdo de aquello: la orden para investigar el caso a los ejemplares burócratas del FBI (jóvenes, limpios, sanos, dispuestos y plenamente conscientes de representar un gobierno federal capaz de imponerse sobre cualquier división distrital y capricho pueblerino) es encarnada por un jefe sordo que habla con una cadencia desafiante y a los gritos (es el propio Lynch), las instrucciones en sí mismas se entregan por indicios presentes en el extraño baile y la vestimenta de una inefable parienta muda del sordo, la racionalidad va quedando completamente comprometida, cuando vemos que el propio pueblo completo parece empeñado en encubrir el asesinato, detrás de la porfía de un conjunto de feos, sucios y malos, que componen algo así como la maraña de ligustros de un laberinto humano. Frente a este panorama no extraña que la investigación por el asesinato de Laura Palmer, culmine en otra investigación para determinar el paradero del investigador principal, ahora desaparecido y con indicios firmes de haber perdido la cordura (en el parabrisas de su auto queda escrito con lápiz labial la frase let's rock).
Los métodos pasan de procedimientos forenses a un trabajo de médiums, fantasmas que aparecen y desaparecen, y un indagar en sueños, en una segunda etapa, que tiene como finalidad establecer un contacto con el pasado de la adolescente Laura Palmer, el momento donde ella misma manipulaba la realidad y sus peligrosos amantes adolescentes, familia inquietamente disfuncional o psicólogo, al que arrastra en sus ataques de histeria, perdidamente enamorado.
Mientras tanto, como único pacto de lectura posible, vamos entendiendo que Lynch se ríe de nosotros en sus idas y venidas del pasado, presente y futuro de una trama intrascendente: de nuestra exasperación por no poder saber quién efectivamente mató a Laura Palmer en este escenario de desquicios, pero también de un género, el policial negro, con la obligación de demostrar que la realidad se puede enmendar muy fácilmente y recurriendo a fórmulas al final de la película y antes de salir de la sala de cine, demostrando, por ejemplo, que una femme fatale que se empeña en victimizarse para enamorarnos desde una pantalla de tela y en la oscuridad, siempre tiene que ser la pata más floja de la mesa, o que un investigador soberbio y jactancioso, ineludiblemente tiene que perder algo de su identidad previa como tributo a la verdad y realidad, para descubrir un crimen y honrar la sacrosanta verdad que tanto necesitamos.
Precisamente para seguir siendo los mismos, nosotros mismos a la salida del cine, o cuando le seguimos ponemos stop a la videocasetera que ya tiramos hace mucho, o cuando cerramos alguna página rusa, donde revisamos las películas a las que la industria de entretenimiento se empeña en seguir sacando un jugo cada vez más jugoso con el paso del tiempo, y la necesidad de comprender aquello que hace que no podamos comprender muchas de las cosas que más necesitamos comprender.