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Navidad adentro

Bruscamente la tarde se ha aclarado porque ya cae la lluvia minuciosa.

Ha llovido durante horas, sin prisa pero sin pausa. No es un aguacero violento: es persistente, casi obstinado, como si el invierno necesitara hacerse respetar en esta franja mediterránea donde la luz suele imponerse. En Benissa, Comunidad Valenciana, un bastión muchas veces conquistado y repoblado -donde cuatro de cada diez habitantes son extranjeros-, la Navidad transcurre adentro, en el calor de un hogar que se vuelve refugio confiable.

Cae o cayó. La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado.

El agua no inaugura nada: continúa. Es la misma lluvia que ha caído tantas veces. Quien la percibe sabe que su espesor, su textura, el impacto de su repiqueteo porfiado, pertenecen al hoy, desde una memoria.

Quien la oye caer ha recobrado el tiempo en que la suerte venturosa le reveló una flor llamada rosa y el curioso color del colorado.

Los anfitriones son una entrañable pareja oriunda de Santiago del Estero, la ciudad más antigua de la República Argentina, habituada a tender mesas largas que son tesoro, remanso, paréntesis. Muchos connacionales que quizá no se conocen, se arriman a ese espacio seguro, donde son soportados en el más noble sentido de la palabra. En esta navidad fría, desapacible, convocan a una veintena de personas. La Pampa, Córdoba, Buenos Aires, Santa Fe, Chaco, se reconocen en ese racimo desparejo que empieza a ordenarse con un saludo cordial.

Esta lluvia que ciega los cristales alegrará en perdidos arrabales las negras uvas de una parra en cierto patio que ya no existe

No hay aquí una comunidad en el sentido jurídico ni una representación simbólica del país: hay algo más frágil y más verdadero. Familias migrantes, oficios, profesiones o estratos diversos, trayectorias desiguales, todos sostenidos por una decisión común que nadie romantiza. Empezar de nuevo fue una oportunidad o una necesidad.

La mojada tarde me trae la voz, la voz deseada, de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

Como en la recurrente escena de Borges, Argentina aparece tan cercana como distante. No se evoca como abstracción. Es comida compartida, es tango, cuarteto o chacarera, es fútbol, es la anécdota mínima que no necesita contexto. Sin nostalgia. Nadie habla en pasado. No se compite por el dolor ni por el éxito; se respetan las diferencias, las asimetrías. Hay una ética tácita en esa mesa: cada vida vale por el presente.

La lluvia acompaña, sin subrayar, sin dramatizar. Simplemente es ese eco que acompaña la voz del padre que despierta. En ese comedor noble conviven argentinos que defienden su opción.

Son algo parecido a la familia de sangre que quedó lejos. No es un remedo ni una parodia. Tal vez no existe como categoría, o tal vez ya existió muchas veces, en otras migraciones, en otras mesas, bajo otras lluvias. Pero mientras la Navidad sucede, intensa pero sin solemnidad, personas que hasta hace horas no se conocían se encuentran.

Y eso es suficiente.

Los versos intercalados pertenecen al poema “La Lluvia” de Jorge Luis Borges, publicados en El Hacedor (1960).

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