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Sensualidad y fidelidad: partituras de amor entre el señor negro y Bruno Gelber

1.

Él está sentado sobre su lugar en el mundo. Lleva su cara descubierta, el cronista de pie al lado del piano tiene el barbijo que retiene sus preguntas. "¿Cómo es tu relación con este señor negro?", a lo que responde: "muy sensual". Desde niño este hombre vive, y lleva ya 80 años, dedicado a la sensualidad del piano. Entonces fidelidad y sensualidad podrían ser dos lugares por donde empezar a escuchar a Bruno Gelber, el alumno de Scaramuzza, el compañerito de Argerich y Barenboim, el prodigio, el excéntrico, el cursi, uno de los tesoros musicales de la nación.

Quisiera no escribir sobre el "carácter" o el "virtuosismo" de un intérprete, mucho menos de sus "caprichos". Ejecutar, jugar, encender un instrumento y dar vida a un texto musical es una actividad que en nuestra cultura genera un amor alucinado, una rabia enloquecedora, una pasión por la abstracción de la composición transformada en materia sonora. Entonces se establecen mitologías que normalizan o naturalizan, tranquilizan y estabilizan ese acontecimiento por medio de una explicación. "Esto que me pasa en el alma ocurre porque Gelber es un prodigio, su talento innato hace lo que otros pianistas no pueden", "Él entiende a Beethoven porque los dos llevan un cuerpo enfermo que la música protege y sana", "Su interpretación de Liszt es perfecta por sus estudios obsesivos en las noches que recuerda las indicaciones de Scaramuzza o su estadía en Francia".

En todo caso, creer en un mito, sea este de carácter romántico o naturalista, científico o literario, no entorpece la capacidad del fenómeno musical en generar belleza, y tampoco podemos decir que un intérprete conmueva solo por las connotaciones fantásticas que el mito imprime en él.

2.

En junio de 1977 Bruno Gelber da una clase magistral a partir de "Un sospiro" de Liszt en el contexto de una serie de homenajes a Vicente Scaramuzza. En el transcurso de la lección Gelber detiene al alumno y le dice que se ha enojado con el piano. Para explicarse mejor dice: "Con el piano no hay que enojarse nunca, porque si te enojas con el piano te contesta igualito. No hay mejor amigo que el piano, te contesta de la misma manera que lo tratas". Tiene apenas 36 años, falta mucho en su carrera, pero Gelber ya puede exponer un principio universal de interpretación pianística. Como toda máxima, como todo discurso didáctico, reúne en su brevedad una dimensión epistémica —un saber— y una orientación afectiva —un sentimiento—; unir esos dos mundos es quizás el trabajo de toda una vida de quien busca acompañar a la música o a estudiantes. Sin embargo, interpretar este principio —que podría ser una ley o el fundamento de una poética y política de la interpretación de Gelber— resulta arriesgado. ¿Qué significa que un piano se enoje? ¿Postula este enunciado una suerte de simetría afectiva entre máquina y humano, entre técnica y naturaleza, entre títere y titiritero? Pues bien, no hay ventriloquia posible en Gelber. Quien toca el piano no lo hace como si hiciera hablar una marioneta. Más bien el intérprete tiene un diálogo con el instrumento.

La prosopopeya, es decir la personificación y atribución de propiedades "humanas" a un objeto —en este caso el enojo del piano—, como poética supone que para Gelber los objetos no son solo objetos; hay que escuchar su música, pero también su subjetividad, su humanidad implícita o latente. Gelber es hospitalario con los objetos, reconoce en ellos una vida, una percepción, una pasión; en algún sentido es un fetichista, es el pianista kitsch. No porque reúna esa afectación barroca y pop de los productos industriales masificados, que llegan como en contenedores de países manufactureros que venden basura, ropa de imitación y trucherías al tercer mundo. Lo kitsch en Gelber es la percepción de belleza y vitalidad en lo que parece un residuo de la actividad humana. Los objetos viven y deben ser tratados como tal. Antes de cortar con esta filosofía barata —solo por ahora—, vale la pena subrayar que la idea que cada intérprete tiene sobre sus elementos de trabajo —el instrumento, el texto musical, la tradición, el público, etc.— se vuelve fundamental para encontrar su propia forma, su dignidad, su deseo de música.

Es por una fidelidad a su propio sistema y poética, por fidelidad a la naturaleza externa y silvestre de su piano, "ese señor negro", por lo que Gelber desea una musicalidad sensible: para entregarse al instrumento, para someterse a sus órdenes y su cuerpo, para llevar el texto de lo virtual y espiritual a lo actual y carnal, a una especie de musicalidad diligente de la partitura, en el que se combina la sensualidad y la fidelidad. No se trata aquí de seguir una pureza ideal de lo que la partitura evoca, ni del puro goce sensual de la escucha que conmueve el psiquismo de quien oye. Se trata de una fidelidad romántica, entre amigos y amantes de naturaleza heterogénea, el pianista y el piano, el objeto y el intérprete.

En el último cuarto de siglo distintos movimientos —el realismo especulativo, los nuevos materialismos, la ontología orientada a objetos— vienen expresando un pensamiento filosófico que pone en el centro de la escena la existencia de los objetos independientemente de la percepción humana. La musicalidad orientada a objetos de Bruno Gelber —perdónenme los filósofos serios del mundo— radica en subrayar o mantener presente la existencia del piano; en algún sentido existe otro mundo además del que pertenece al intérprete y el público, hay un mundo de los pianos, tocar música es mantenerse comunicado con él, que ambos se encuentren, que se acoplen, que se rocen.

3.

No podría haber sensualismo si no se considerara que el piano no es una mera objetualización o materia que organiza tonos y semitonos. El piano es un cuerpo, es donde vive el síntoma de la música. Lo teratológico, lo abyecto, lo fascinante, es que un pianista como Gelber busca que ambos cuerpos se fusionen, como un centauro que cabalga en un bosque solitario bajo la luna llena de Beethoven. Es inevitable notar que Gelber es un nictófilo (dijo alguna vez: "me encanta la noche, no por lo que se hace durante la noche sino por lo que se siente"), se orienta a las composiciones más oscuras, al estudio nocturno; allí donde se necesita luz.

En otra oportunidad en sus clases del 77, Gelber le dice a un estudiante: "Una nota por más pianissimo que sea tiene que estar siempre iluminada, es decir que la corriente, llámalo como te guste, aquella cosa que no se sabe qué es, ese sentimiento que es todo lo que puedas tener para iluminarla".

Al pianista le corresponde entonces la chispa de sensualidad en su relación con el instrumento, no debe martillear o digitar, sino iluminar las notas. Gelber, a pesar de cierta imagen descontracturada y caprichosa, es un gran estudioso, a su talento se le sumó la disciplina; aun así parece mantener creencias metafísicas en torno a la música. De ahí viene la imposibilidad de nombrar lo que el intérprete le da al piano.

Quizás ya sabemos lo que nos da el piano: su amistad y una felicidad eterna.

Bruno Gelber en Córdoba
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