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Escuchar a Leila, leer a Bruno

Me propongo alinearme con la consigna en el rol que me toca en el especial Bruno Gelber: el infierno musical. Debido a mi insistencia con el libro y el artista en cuestión fui asignada para elegir un fragmento de Opus Gelber: retrato de un pianista de Leila Guerriero, editado en el año 2019 por Anagrama. No me sale. Pido disculpas de antemano al productor general y guionista de Clásica & Universitaria por no acatar la orden y a Leila que espera recibir la selección de un fragmento de su libro para autorizar su publicación y se encontrará con otra cosa.

Hay algo del mecanismo de la fascinación que termina operando de un modo evangelizador. Me sucede por lo general con personalidades del mundo del arte: mujeres, femmes fatales, actrices, cantantes, escritoras. Una suerte de idilio que me invento para que la vida sea mejor. Son obsesiones que de manera insistente intento transferir a amigos o conocidos que supongo les puede pegar como a mí por el simple hecho de compartir gustos, consumos y adhesiones estéticas. Por supuesto, en la mayor parte de los casos, sale mal. Y está bien así.

El asunto es que un poco me obsesioné con Opus Gelber: retrato de un pianista y se lo recomendé a cuánta persona pude. La obsesión no fue exclusivamente con Bruno o con Leila sino con el libro que es más que la suma de las partes. Proeza y maestría de ambos.

La cronista y escritora destaca la enorme trayectoria artística y pública mediante la investigación periodística -tan escasa en estos tiempos- y nos sumerge en la vida privada de Bruno Gelber con la dosis justa de intimismo y de detalle. Ella escucha y elabora algo nuevo cual interprete musical. Leila pone en relieve no sólo las contradicciones, tensiones, nimiedades y excentricidades de uno de los grandes pianistas del siglo XX con un enorme sentido de la ética; sino lo que implica disponerse a escuchar, interpretar y componer un retrato de esta vida extra/ordinaria:

“Acudiré cuando me llame. Me apuraré a responder el teléfono cada vez que vea su nombre en la pantalla: Bruno Gelber, Bruno Gelber, Bruno Gelber. Me llamará cuando yo esté en medio de una fiesta, de una cena familiar, en un hospital, en Quito, en el campo. Me llamará de tarde, de noche, de madrugada, cuando yo esté dormida o a punto de dormir. Me llamará para invitarme a cenar, para pedirme que le encargue una torta, para decir que quiere verme. Me llamará, me llamará. Y yo querré que nunca deje de llamarme”.

Ahora si quieren saber cuál es la proeza y la maestría de Bruno, lean Opus Gelber: retrato de un pianista. Les adelanto lo que engañosamente parecerían ser datos de color. Bruno vive en un edificio Art Decó en el barrio de Balvanera (Once) en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires luego de vivir en París y Montecarlo, dice que su amiga y colega Martha Argerich – tan ponderada en C&U – nació pianista mientras que él se hizo pianista y que le encanta ver programas de chimentos. En cuanto al eros, sentencia que la promiscuidad tiene un sabor exquisito y que lo prohibido tiene un gusto lindo. Mientras tanto, su libido está depositada en el señor con el que se casó a los tres años, el señor que le sonríe con sus dientes negros y blancos.

No es menor: dice admirar la llegada que tiene en el público la “música popular” y asume la responsabilidad de los artistas de música clásica por alejarse, sobre todo, de la gente joven: “No hemos hecho el esfuerzo suficiente para acercarnos. Es nuestra culpa”.

Desconozco si Opus Gelber: retrato de un pianista fue un best seller, pero sin duda es un long seller, lo que es aún mejor. Porque seguiremos leyendo a Leila Guerriero a lo largo del tiempo con la misma fascinación que seguiremos escuchando a Bruno Gelber.

Ahora sí, a lo que me llamaron:

En 1994 y 1998 la prestigiosa revista francesa Diapason, especializada en música clásica, lo premió con el Diapasón de Oro y lo incluyó en una lista de los cien grandes pianistas del siglo XX. Tocó con los más notables directores —Kurt Masur, Charles Dutoit, Bernard Haitink, Lorin Maazel, Christoph Eschenbach, Esa-Pekka Salonen, Ernest Ansermet, Erich Leinsdorf, Sergiu Celibidache, Mstislav Rostropóvich, Sir Colin Davis, entre otros y las más notables orquestas: la Filarmónica de Berlín, el Musikverein de Viena, la Tonhalle de Zúrich, la Filarmónica de Filadelfia, entre otras. Tenía diecinueve años cuando interpretó en Múnich una pieza que sería su patria, el concierto para piano número 1 opus 15 de Brahms, y el crítico más respetado de Alemania, Joachim Kaiser, dijo que se trataba de «un milagro», de la aparición de un fenómeno sin límites: «allí donde la mayoría de los pianistas (…) comienza a temblar, este joven se lanza con un entusiasmo arrollador: los trinos de sus octavas vibran grandiosos, el cuidado con el que frasea, la serenidad con que interpreta las melodías, la firmeza con que se dirige al clímax de la obra, todo lo eleva muy por encima del nivel de un artista sólido».

Su grabación de ese mismo concierto en 1965, bajo la dirección de Franz-Paul Decker, fue reconocida en 2013 por La Tribune des critiques de Radio France Internationale como la mejor interpretación jamás realizada de esa obra. El pianista polaco Arthur Rubinstein dijo que era uno de los grandes intérpretes de su generación. Bernard Gavoty, musicólogo y crítico francés que firmaba sus artículos en Le Figaro como Clarendon, dijo que era de esa clase de artistas que enseñan siempre algo nuevo «sobre las obras que creemos conocer bien».

Él nunca se presenta con esas credenciales. No dice que Rubinstein cenaba en su casa de París y hablaban entre ellos como pares. Ni que su amiga, la fenomenal pianista argentina Martha Argerich, fue a verlo hace un tiempo cuando él tocó en Amberes el concierto número 3 de Rachmáninov —un grizzly demoledor de pianistas, el Moby Dick de los conciertos para piano—, y le dijo que había sido la mejor interpretación que había escuchado. Solo habla de esas cosas si se le pregunta y, aun así, casi nunca tiene mucho para decir. En cambio, en las entrevistas —que ha otorgado de a cientos— se presenta como alguien que dio cinco mil conciertos en cincuenta y cuatro países haciendo énfasis en lo performático de la cifra, e inmediatamente después agrega que conoció las cosas «más excelsas que un ser humano pueda conocer: he estado en palacios, en castillos, con condes, con príncipes, con duquesas». Quizás porque no todos saben qué es el Festival de Salzburgo, ni quiénes son Ernest Ansermet o George Szell, ni quién es la tal Jacqueline Du Pré que debutó el mismo día y en el mismo escenario que él en la Berlín de los años sesenta, pero todo el mundo tiene una idea muy precisa de lo que son un palacio y un castillo y una princesa y cinco mil conciertos y cincuenta y cuatro países.

O quizás porque todo lo anterior realmente no le importa.

Su nombre es Bruno Gelber. Bruno Leonardo Gelber.

Leila Guerriero, Opus Gelber (Buenos Aires: Anagrama, 2019), pp. 15–16.

Leila Guerriero nació enArgentina en el año 1967. Es periodista y colabora en diversos medios de América Latina y Europa. Editora de la revista Gatopardo, ha publicado Frutos extraños y, en Anagrama, Una historia sencilla, Plano americano, Opus Gelber. Retrato de un pianista, La otra guerra, Zona de obras, La llamada (premios Zenda de Narrativa 2023-2024, Cátedra Mujeres y Medios UDP 2024, de la Crítica de la Feria del Libro de Buenos Aires al mejor libro del año 2024 y Mejor Libro Extranjero de No Ficción 2025 en Francia, y elegido mejor libro del año 2024 por Babelia) y La dificultad del fantasma. Truman Capote en la Costa Brava. Próximamente, Anagrama publicará su primera y excelente obra, Los suicidas del fin del mundo.

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