La Revolución de Mayo con tonada cordobesa
La Revolución de Mayo fue un acontecimiento netamente porteño, consumado en Buenos Aires. Córdoba y el resto del entonces virreinato del Río de la Plata creado en 1776 poco o nada tuvieron que ver con una movida concebida y ejecutada por un núcleo de vecinos de la metrópoli virreinal que supo aprovechar la oportunidad que se presentaba ante el virtual estado de acefalía suscitado en España tras la invasión napoleónica y la destitución del rey Fernando VII.
El primer paso —reemplazar al virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros por una junta— fue consumado con éxito. De momento, el objetivo estaba logrado; la cuestión de la independencia no formaba parte de la agenda maya y fue formalmente declarada seis años después. Luego de múltiples marchas y contramarchas. los inspiradores de la atrevida operación debían dar el segundo paso, más complejo aún: llevar la revolución a todo el ámbito del antiguo virreinato donde se desconocía que pasaría cuando llegara la novedad.
En Córdoba, el partido español era fuerte. El grupo que manejaba el poder estaba integrado por el gobernador Juan Gutiérrez de la Concha, el ex gobernador Victorino Rodríguez, el obispo Rodrigo Antonio de Orellana y los vecinos más notables de la docta. En los meses previos a los acontecimientos de mayo, ese núcleo recibió un valioso “refuerzo”: el exvirrey y héroe de la reconquista, Santiago Liniers, quien se radicó en Córdoba junto a sus hijos. La única voz disidente, afín al planteo de la vanguardia porteña, era la del deán de la Catedral, Gregorio Funes.
El 25 de mayo de 1810 fue en Córdoba una jornada normal, ajustada al formato colonial que llevaba 237 años. Cuando llegaron las noticias de la revolución, los españolistas cordobeses resolvieron desconocer a la Junta y guardar fidelidad al rey depuesto por Napoleón Bonaparte, aprestándose a ofrecer resistencia. La réplica de Buenos Aires no tardó en hacerse sentir. Llegó bajo la forma de expedición militar punitiva a las órdenes de Francisco Ortiz de Ocampo, quien no tuvo mayores inconvenientes para sofocar el foco insurgente. Los mentores de la revolución tenían muy claro que debían evitar que el ejemplo cordobés se extendiera a otras provincias o se pondría en riesgo toda la operación.
Así fue que el 26 de agosto de 1810 corrió en Córdoba la primera sangre de la Revolución de Mayo, la que no se había derramado en Buenos Aires donde todo se resolvió sin violencia. Luego de ser apresados, los líderes del desacato cordobés fueron pasados por las armas durante su traslado a la metrópoli en Cabeza de Tigre, una posta del antiguo Camino Real en el límite interprovincial. Cuenta la tradición que los lugareños colocaron una cruz de madera sobre la que se talló la palabra CLAMOR, un acróstico compuesto con la primera letra del apellido de las cinco víctimas, incluido el del obispo que salvó su cabeza: Concha, Liniers, Allende, Moreno, Orellana y Rodríguez. Aquella precaria cruz serviría para que, medio siglo después, los restos de los arcabuceados fueran ubicados, exhumados y repatriados a España.
Superada la conmoción inicial y a medida que se conocieron las altas miras de la revolución, Córdoba se sumó a la causa independentista, aportando en los años venideros hombres e insumos a la guerra contra los realistas. Los mandos porteños, sin embargo, mantendrían la desconfianza hacia Córdoba, designando los gobernadores que tuvo la provincia hasta 1815, cuando el cabildo cordobés pudo nombrar a un gobernador local. Pero esa es otra historia…