Los álbumes de figuritas en los que renovábamos ilusiones
En esos álbumes de figuritas en los que cada temporada renovábamos ilusiones, al compás de las transferencias y de las pasiones despertadas por el inicio de otro campeonato Nacional o Metropolitano, algunas estampas eran las “díficiles” (generalmente complicaban la posibilidad de completar los catálogos y acceder a algún premio) y otras, más escasas que aquellas, eran estables. Redondita o rectilínea, más grande o más pequeña, algunos futbolistas inequívocamente vestirían la misma camiseta en las estampas, álbum tras álbum. En mi época, Reinaldo Merlo con la banda roja cruzada al pecho o Ricardo Enrique Bochini, el mito de Independiente. Pedro Larraquy con la “V” azulada.
Estudiantes de La Plata, rico en mística y leyenda, dejó dos emblemas por entonces, que jamás cambiaron de club: Abel Herrera, lateral izquierdo, hasta hoy quien más partidos oficiales jugó en el club, y Miguel Ángel Russo, volante central, que inicia su carrera en 1975, de la mano de Carlos Salvador Bilardo, en una buena versión del “Pincha”: subcampeón del Nacional (fue un gran año de River, bicampeón tras 18 años de sequía) y clasificado a la Libertadores de 1976 tras vencer a Huracán (subcampeón del Metro).
Desde entonces ese “5” estuvo siempre en el radar, impecable en su presencia y modo de jugar, respetado por las dos tribunas en cada presentación. Cada vez más considerado en su puesto para la selección nacional.
Y le llegará la oportunidad de la mano del “doctor”, tras el extraordinario campeonato Metropolitano 1982 que se estiró hasta el verano de 1983. El “Pincha”, en dramático duelo con Independiente, logró un memorable primer puesto en la última fecha (venció a Talleres, en Córdoba, por 2 a 0). Catapultado Bilardo al banco de la Selección Mayor, fueron muchos los jugadores de Estudiantes (Julián Camino, Luis Islas, José Luis Brown, José Daniel Ponce o Marcelo Trobbiani) que comenzaron a alternar en el nuevo grupo que, pacientemente, se fue forjando en una durísima eliminatoria. Finalmente, Russo no será parte del plantel campeón en México 1986. Dirá que con el tiempo aceptó la decisión de Bilardo.
Con Estudiantes jugó más de 400 partidos oficiales, logrando dos títulos. Esa fidelidad, tan rara en un fútbol cada vez más efímero, definió su carácter. Russo no fue un jugador deslumbrante, sino uno de esos que sostienen la arquitectura del equipo: coordinación, esfuerzo, lectura táctica, compañerismo. De ahí que cuando el retiro llegó en 1988, la transición natural fue el banco de suplentes. El “5” que mandaba en la mitad de la cancha pasó a ordenar desde afuera.
Su extensa carrera como entrenador es muy valorada. Empezó en Lanús, lo ascendió a Primera en dos oportunidades y marcó el inicio de un nuevo ciclo para el club del sur. Luego vendrían Estudiantes -su casa, con otro ascenso- Rosario Central -al que volvería en cinco oportunidades-, Colón, San Lorenzo -dos ciclos-, Vélez Sarsfield -con el que fue campeón del Clausura 2005-, y Boca Juniors, donde logró la Copa Libertadores 2007, junto a un Riquelme que jugó una de las series más inspiradas que se recuerden. También dirigió a Los Andes, Racing Club y equipos del exterior: Salamanca de España, Al-Nassr de Arabia Saudita, Millonarios de Colombia (campeón de liga en 2017 tras 15 años sin títulos), Cerro Porteño de Paraguay, Universidad de Chile y Alianza Lima en Perú. En todos ellos dejó una impronta común: respeto, trabajo, serenidad.
Su legado
Miguel Angel Russo no necesitó construir un personaje. Su autoridad no requería gestualidad ni estridencia. Tenía esa forma simple y directa de entender el fútbol y la vida, que lo volvía, a pura coherencia, un referente. Asumía equipos en momentos difíciles, sin grandilocuencia, pero con firme temperamento, devolviendo confianza cuando otros dudaban.
Su segunda etapa en Boca, ya con problemas de salud, tuvo altibajos. Pero logró otro campeonato (Superliga 2019-2020). Aquellas imágenes de Russo abrazando al plantel, con una mezcla de emoción y sobriedad, quedarán grabadas como una postal genuina del fútbol argentino reciente.
Cuando revisamos las múltiples expresiones de tristeza y condolencias tras su partida, pareciera que en cada club donde trabajó, dejó una huella que excede los resultados. Por ese estilo de actuar sin vueltas, no dramatizar, no buscar excusas. Como cuando jugaba, a puro trabajo, mantuvo el respeto entero del mundo del fútbol. Los hinchas -incluso los rivales- siempre lo valoraron con nobleza, como se demostró en su despedida final, en la Bombonera.
Su último regreso a Boca no puede medirse deportivamente. Se trató de un esfuerzo final en el que probablemente, todos sabían (dentro y fuera de la institución) que este final podría producirse.
Por eso su muerte produce un duelo extendido. Se lo siente como a esos seres que, sin proponérselo, se vuelven parte del firmamento afectivo, que a veces trasciende a quienes forman parte de nuestro mundo cotidiano. Miguel Ángel Russo era una persona que uno siente conocer, aunque nunca lo haya visto de cerca. Tal vez porque defendía valores simples pero esenciales, esos que, de algún modo, siguen siendo comunes a una gran mayoría.
Es inevitable pensar que, más allá de su paso por tantos clubes y países, su figura permanecerá asociada a la identidad de Estudiantes: a Carlos Bilardo, a Eduardo Lujan Manera, a Juan Sebastián Verón. A una escuela. Pero también quedará su recuerdo en cada institución en la que trabajó: todos lo memoran con gratitud.
Su trayectoria podría contarse en títulos, ascensos y estadísticas, pero sería injusto limitarlo a eso. Russo pertenece a esa estirpe de deportistas que enseñaron sin declamar. Quizás, como escribió alguna vez Luis Alberto Spinetta, quienes parten “con el alma nos ven mejor”. Tal vez Miguel Angel vea ahora, desde ese otro lugar, la dimensión que su paso tuvo en la vida de tantos: compañeros, jugadores, hinchas, gente común que lo admiró sin haberle estrechado la mano.
Y uno, al evocar su figura, vuelve inevitablemente a esos álbumes de figuritas. Porque hay personas que no cambian de camiseta. Y cuando el tiempo las retira de la cancha, siguen ahí, en la memoria colectiva, como aquellas estampas fieles, que nunca se despegaban.